¡Socorro!
12 cuentos para caerse de miedo
rei
argentina
a
partir de los 12 años
Texto
Elsa I.
Bornemann
Alejandro
Ravassi
Andrea Ronco
Carlos Silveyra
1ª
edición: mayo 1988
15ª
edición: noviembre 1991
Título original:
¡SOCORRO!
Elsa
Bornemann
R.E.I.
Argentina S.A.
Moreno
3362, Buenos Aires,
República
Argentina
ISBN: 950-695-014-8
Celebro
—con todos mis corazones (el literario y los cinematográficos)— la publicación
de este nuevo libro de Elsa Bornemann.
Ella
me había prometido escribirlo poco tiempo después que nos conocimos, cuando
era apenas una criatura más o menos así de alta y —como a casi todos los
niños— le encantaban los cuentos de terror (aunque se cayera de miedo al
leerlos o escucharlos...).
A
pesar de su corta edad, al enterarse de la tremebunda historia de mi vida E.B.
me compadeció y comprendió que lo que yo necesitaba —desesperadamente— era ser
amado. Me trató —entonces— del mismo modo que a su familia o a sus compañeros
de escuela y yo respondí con profunda lealtad a sus sentimientos: jamás le
hice el menor daño.
Un
día —en el que me sentía monstruosamente triste— E.B. me prometió —para
mimarme, un regalo hecho por ella, especialmente para mí. "Cuando usted
cumpla 170 años y yo sea grande —me dijo— voy a escribir un libro de cuentos
que le van a poner los pelos de punta, querido Frankie", y acarició una de
mis repulsivas mejillas, a la par que me dedicaba la mejor de sus sonrisas.
Quererla
a Elsa es fácil. Quererme a mí, no. Por eso, valoré tanto su amistad. Hasta que
la conocí, no sabía lo qué significaba tener un alma amiga. Toda la gente a la
que intentaba acercarme huía de mí —despavorida— debido a mi apariencia, ya que
—según dicen— soy horrible y los seres humanos suelen fijarse en esos detalles
para querer o no a otro, en vez de tomar en cuenta la fealdad o hermosura de
los sentimientos.
Nadie
podrá imaginarse mi sufrimiento: ¡es insoportable que a uno le adjudiquen
—siempre— el papel del malo de la película!
Seguramente
—a esta altura de mi relato— muchos de ustedes estarán pensando que E.B. era
una nena horripilante, pesadillesca, y que por eso me aceptaba con tanta
naturalidad.
Nada
que ver. Todos la encontraban bonita, simpática y despertaba cariño y se lo
decían, así como a mí me gritaban cosas irreproducibles y únicamente me ganaba
el miedo y el odio de los demás.
Pero
para qué recordar —ahora— momentos tristes, si también los he tenido muy
felices. Como esos ratos que pasaba en compañía de mi amiguita —por ejemplo— y
durante los que yo solía recitarle fragmentos de grandes poetas, que siempre
me apasionó la poesía y a ella también.
Me
escuchaba —entonces— tan extasiada y me contemplaba con tanto afecto que yo
lograba olvidar que era Frankestein.
Pero
lo soy. Y tengo el orgullo de que E.B. me considere su monstruo favorito y que
me haya elegido a mí para escribir este prólogo, entre tantos y tantos monstruos
como le tocó conocer en su vida real.
Hacía
mucho tiempo que no sabía nada de ella. Por eso, cuando recibí el sobre con los
originales de estos cuentos y su pedido de que fuera yo quien escribiese la
introducción, me alegré doblemente. E.B. había cumplido con su promesa y su
libro me llegaba justo para los festejos de mis 170 primaveras (ya que nací en
1817). También, con el consejo de que no lo leyera antes de dormir,
recomendación que —ahora— repito para ustedes, porque lo cierto es que no le
hice caso y anduve insomne y con los pelos de punta durante todas las noches
que duró mi lectura de "¡SOCORRO!" (la experiencia fue más
inquietante que mirarme en el espejo...).
En
la carta que me envió adjunta al libro, E.B. me contó que tuvo que armarse de
coraje para escribirlo. La pura verdad es que lo hizo muerta de susto, como si
hubiera sido aquella nena del pasado la que los creaba, con el corazón encogido
y el miedo serpenteándole debajo de la piel.
Al
fin, reunió doce —uno para ser leído cada mes del año;
uno por mes— porque opina que no es cuestión de exagerar en este asunto de
codearse con lo terrorífico... (Y si ella lo dice... Por algo me tenía olvidado
durante tanto tiempo, ¿no? Bah, lo que me importa es su confianza...).
Ah, también confió en mí para que le
ordenara el material.
Bien. Verán que se me ocurrió dividir a
"¡SOCORRO!", en tres partes de cuatro textos cada una, ordenados del
siguiente modo: tres cuentos breves más un cuento relativamente largo al final
de cada parte, para que resulte un volumen equilibrado en su forma, lo más
armónico posible... (justo lo contrario que yo, ¿eh?). Me he referido
—someramente— a la estructura del libro, puesto que E.B. asegura que estos
detalles de "la cocina literaria", suelen interesarle bastante a
"sus" lectorcitos.
"Sus" lectorcitos... Les
confieso que me puse un poco celoso al enterarme de que no sólo había escrito
el libro para cumplir con la promesa que me había hecho sino —e igual de "especialmente"— para responder —de una buena vez— al reclamo que le
venían haciendo ellos desde hace varios años atrás, en el sentido de que
escribiera "cuentos de miedo".
Aquí los tienen.
Afirmo que nunca había leído yo
historias tan sobrecogedoras.
Son decididamente geniales y están
escritas con maestría, lo que demuestra —una vez más— el extraordinario talento de E.B., escritora
argentina que asombra mundialmente.
Y que nadie ose decir que mis elogios
son desmesurados, no sólo porque E.B. merece éstos y muchos más sino porque
siempre se supo que los prologuistas tienen como función hablar maravillas de
la obra que presentan y de su autor y no voy a ser yo la excepción a la regla
(bastantes problemas me ha traído —ya— el ser excepcional, como para que me invente uno
nuevo...).
Deseo y auguro para
"¡SOCORRO!" el más impresionante de los éxitos en el mundo de la
literatura para Jovencitos.
Ya los dejo en la perturbadora compañía
de sus relatos
y corro a esconderme debajo de la cama, canturreando "¡Helpl"
—una y otra vez— para espantar los temores (a ustedes puedo revelarles mi nuevo
secreto: ¡Me caigo de miedo al recordar estos cuentos!).
Los
saluda, muy monstruosamente,
FRANKENSTEIN
año
1987
A Mariel,
"sobrinhija"
compinche
y asustada
lectora número uno de
estos cuentos
de los que —sin
embargo— se
animó a pasar a
máquina el
primer borrador de
sus originales
manuscritos.
Con amor.
A algunos de
mis miedos...
...y a
Joy-Joy——mi loba en
miniatura— que
con sus dos mil
centímetros
cúbicos de rulos y
ladridos,
trata de espantarlos...
Este libro empieza
con páginas espantosas,
porque comprende
los siguientes cuentos:
LA DEL ONCE
"JOTA"
MANOS
LOS MUYINS
LA CASA VIVA
Cuesta creer que una abuela no ame a sus
nietos pero existió la viuda de R., mujer perversa, bruja siglo veinte que sólo
se alegraba cuando hacía daño. La viuda de R. nunca había querido a ninguno de
los tres hijos de su única hija. Y mucho menos los quiso cuando a los
pobrecitos les tocó en desgracia ir a vivir con ella, después del accidente
que los dejó huérfanos y sin ningún otro pariente en océanos a la redonda.
Durante los años que vivieron con ella,
la viuda de R. trató a los chicos como si no lo hubieran sido. ¡Ah... si los
había mortificado! Castigos y humillaciones a granel. Sobre todo, a Lilibeth
—la más pequeña de los hermanos— acaso porque era tan dulce y bonita, idéntica
a la mamá muerta, a quien la viuda de R. tampoco había querido —por supuesto—
porque por algo era perversa, ¿no?
Luis y Leandro no lo habían pasado
mejor con su abuela pero —al menos— sus caritas los habían salvado de padecer
una que otra crueldad: no se parecían a la de Lilibeth y —por lo tanto— a la
vieja no se le habían transformado en odiados retratos de carne y huesos.
El caso fue que tanto
sufrimiento soportaron los tres hermanos por culpa de la abuela que —no bien
crecieron y pudieron trabajar— alquilaron un departamento chiquito y allí se
fueron a vivir juntos.
Pasaron algunos años más.
Luis y Leandro se casaron y así fue como
Lilibeth se quedó sólita en aquel 11 "J", contrafrente, dos
ambientes, teléfono, cocina y baño completos, más balconcito a pulmón de
manzana.
Lili era vendedora en una tienda
y —a partir del atardecer— estudiaba en una escuela nocturna.
Un viernes a la medianoche —no bien
acababa de caer rendida en su cama— se despertó sobresaltada. Una pesadilla
que no lograba recordar, acaso. Lo cierto fue que la muchacha empezó a sentir
que algo le aspiraba las fuerzas, el aire, la vida.
Esa sensación le duró alrededor de cinco
minutos inacabables.
Cuando concluyó, Lilibeth oyó
—fugazmente— la voz de la abuela. Y la voz aullaba desde lejos—.
—Liiilibeeeth... Pronto nos veremos... Liiilibeeeth... Liiiiiii... Liiiii... Ag.
La jovencita encendió el velador, la
radio y abandonó el lecho, indudablemente, una ducha tibia y un tazón de leche
iban a hacerle muy bien, después de esos momentos de angustia.
Y así fue.
Pero a la mañana siguiente— lo
que ella había supuesto una pesadilla más comenzó a prolongarse, aunque ni la
misma Lili pudiera sospecharlo todavía. Las voces de Luis y Leandro —a través
del teléfono— le anunciaron:
—Esta madrugada falleció la abuela...
Nos avisó el encargado de su edificio... sí... te entendemos... Nosotros
tampoco, Lili... pero... claro... alguien tiene que hacerse cargo de...
Quedáte tranquila, nena... Después te vamos a ver... Sí... Bien... Besos,
querida.
Luis y Leandro visitaron el 11
"J" la noche del domingo. Lilibeth los aguardaba ansiosa.
Si bien ninguno de los tres podía sentir
dolor por la muerte de la malvada abuela, una emoción rara —mezcla de pena e
inquietud a la par— unía a los hermanos con la misma potencia del amor que se
profesaban.
—Si estás de acuerdo, nena, Leandro y yo
nos vamos a ocupar de vender los muebles y las demás cosas, ¿eh? Ah, pensamos
que no te vendrían mal algunos artefactos. Esta semana te los vamos a traer. La
abuela se había comprado tv-color, licuadora, heladera, lustradora y lavarropas
ultra modernos, ¿qué te parece? Lilibeth los escuchaba como atontada. Y como
atontada recibió —el sábado siguiente— los cinco aparatos domésticos que
habían pertenecido a la viuda de R., que en paz descanse. Su herencia visible y
tangible. (La otra, Lili acababa de recibirla también, aunque... ¿cómo
podía darse cuenta?... ¿quién hubiera sido capaz de darse cuenta?)
Más de dos meses transcurrieron en los
almanaques hasta que la jovencita se decidió a usar esos artefactos que se
promocionaban en múltiples propagandas, tan novedosos y sofisticados eran. Un
día, superó la desagradable impresión que le causaban al recordarle a la
desamorada abuela y —finalmente— empezó con la licuadora. Aquella mañana de domingo,
tanto Lilibeth como su gato se hartaron de bananas con leche.
A partir de entonces comenzó a usar
—también— la lustradora... enchufó la lujosa heladera con freezer... hizo
instalar el televisor con control remoto y puso en marcha el enorme lavarropas.
Este aparato era verdaderamente enorme: la chica tuvo que acumular varios kilos
de ropa sucia para poder utilizarlo. ¿Para qué habría comprado la abuela
semejante armatoste, solitaria como habitaba su casa?
A lo largo de algunos días, Lilibeth se
fue acostumbrando a manejar todos los electrodomésticos heredados, tal como si
hubieran sido suyos desde siempre. El que más le atraía el televisor
color, claro. Apenas regresaba al departamento —después de su jornada de
trabajo y estudio— lo encendía y miraba programas de trasnoche. Habitualmente,
se quedaba dormida sin ver los finales. Era entonces el molesto zumbido de las
horas sin transmisión el que hacía las veces de despertador a destiempo. En más
de una ocasión, Lili se despertaba antes del amanecer a causa del
"schschsch" que emitía el televisor, encendido al divino botón.
Una de esas veces —cerca de la madrugada
de un sábado como otros— la jovencita tanteó el cubrecama —medio dormida—
tratando de ubicar la cajita del control remoto que le permitía apagar la
televisión sin tener que levantarse.
Al no encontrarlo, se despabiló
a medias. La luz platinosa que proyectaba el aparato más su chirriante sonido
terminaron por despertarla totalmente. Entonces la vio y un estremecimiento le
recorrió el cuerpo: la imagen del rostro de la abuela le sonreía —sin sus
dientes— desde la pantalla. Aparecía y desaparecía en una serie de flashes que
se apagaron —de pronto tal como el televisor, sin que Lilibeth hubiera
—siquiera— rozado el control remoto. A partir de aquel sábado, el espanto se
instaló en el 11 "J" como un huésped favorito.
La pobre chica no se animaba a contarle
a nadie lo que le estaba ocurriendo.
—¿Me estaré volviendo loca? —se
preguntaba, aterrorizada. Le costaba convencerse de que todos y cada uno de
los sucesos que le tocaba padecer estaban formando parte de su realidad
cotidiana.
Para aliviar un poquito su callado
pánico, Lilibeth decidió anotar en un cuaderno esos hechos que solamente ella
conocía, tal como se habían desarrollado desde un principio.
Y anotó —entonces— entre muchas otras
cosas que...
"La lustradora no me obedece; es
inútil que intente guiarla sobre los pisos en la dirección que deseo... (...)
El aparato pone en acción "sus propios planes", moviéndose hacia
donde se le antoja... (...) Antes de ayer, la licuadora se puso en marcha
"por su cuenta", mientras que yo colocaba en el vaso unos trozos de
zanahoria. Resultado: dos dedos heridos. (...) La heladera me depara horrendas
sorpresas (...) Encuentro largos pelos canosos enrollados en los alimentos,
aunque lo peor fue abrir el freezer y hallar una dentadura postiza. La arrojé
por el incinerador... (...) La desdentada imagen de la abuela continúa
apareciendo y desapareciendo —de pronto— en la pantalla del televisor durante
las funciones de trasnoche... (...) Mi gato Zambri parece percibir todo (...)
se desplaza por el departamento casi siempre erizado (...) Fija su mirada
redondita aquí y allá, como si lograra ver algo que yo no. (...) El único
artefacto que funciona normalmente es el lavarropas... (...) Voy a deshacerme
de todos los demás malditos aparatos, a venderlos, a regalarlos mañana mismo...
(...) Durante esta siesta dominguera, mientras me dispongo a lavar una montaña
de ropa..." (AQUÍ CONCLUYEN LAS ANOTACIONES DE LILIBETH. ABRUPTAMENTE, y UN TRAZO DE BOLÍGRAFO AZUL SALE COMO
UNA SERPENTINA DESDE EL FINAL DE ESA "A" HASTA LLEGAR AL EXTREMO
INFERIOR DE LA HOJA.)
Tras un día y medio sin noticias
de Lili, los hermanos se preocuparon mucho y se dirigieron a su departamento.
Era el mediodía del martes siguiente a
esa "siesta dominguera".
Apenas arribados, Luis y Leandro se
sobresaltaron: algunas vecinas cuchicheaban en el corredor general, otra
golpeaba a la puerta del 11 "J", mientras que el portero pasaba el
trapo de piso una y otra vez.
—No sabemos qué está pasando adentro. La
señorita no atiende el teléfono, no responde al timbre ni a los gritos de
llamado... Desde ayer que...
Agua jabonosa seguía fluyendo por debajo
de la puerta hacia el corredor general, como un río casero.
Dieron parte a la policía. Forzaron la
puerta, que estaba bien cerrada desde adentro y con su correspondiente traba.
Luis y Leandro llamaron a Lili con desesperación. La buscaron con desesperación.
Y —con desesperación— comprobaron que la muchacha no estaba allí.
El televisor en funcionamiento —pero
extrañamente sin transmisión a pesar de la hora— enervaba con su zumbido.
En la cocina, "la montaña" de
ropa sucia junto al lavarropas, en marcha y con la tapa levantada.
Medio enroscado a la paleta del tambor giratorio
y medio colgando hacia afuera, un camisón de Lilibeth; única prenda que
encontraron allí, además de una pantufla casi deshecha en el fondo del tambor.
El agua jabonosa seguía derramándose y
empapando los pisos.
Más tarde, Luis ubicó a Zambri,
detrás de un cajón de soda y semioculto por una pila de diarios viejos. El
animal estaba como petrificado y con la mirada fija en un invisible punto de
horror del que nadie logró despegarlo todavía. (Se lo llevó Leandro.)
El gato, único testigo.
Pero los gatos no hablan. Y a la
policía, las anotaciones del cuaderno de Lilibeth le parecieron las memorias de
una loca que "vaya a saberse cómo se las ingenió para desaparecer sin
dejar rastros"... "una loca suelta más"... "La loca del 11
Jota"... como la apodaron sus vecinos, cuando la revista para la que yo
trabajo me envió a hacer esta nota.
Montones de veces —y a mi pedido— mi
inolvidable tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo
era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un
pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía...
No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento
y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo
que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras
sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas—
este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin
embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el
tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez
a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que
guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a
narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde
cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por
eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas
por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra
vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años
después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora— me dispongo a
contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo
y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento
"de miedo"!
Y bien. Aquí va:
Martina,
Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
No sólo concurrían a la misma escuela
sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas
veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían
pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía
en las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos
juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno
—por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas
se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la
abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar
unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído
especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No
aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor,
conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap". Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido
para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la
tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró
un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de
convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las
niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin
la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los
perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela
y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse
con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las
estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se
prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila
y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela
se quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus
cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan
negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado.
Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa
casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el
primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio
y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en
noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho
cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una
plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de
luz.
En la cama de la izquierda, Martina,
porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque
le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era
miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando
las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente
y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave
—creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la
revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no
vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de
esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la
salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que
oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia
de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que
—finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el
corazón.
Relámpagos, como gigantescas y
electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces
antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó
Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero
permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y
de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más
iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la
luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la
situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus
propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela.
Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana
y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor
de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de
péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían
logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con
tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló
Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma
tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas,
haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó
Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso
Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad
haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la
necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las
velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay
que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—.
Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—.
Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué
tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta
debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me
muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si
bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como
tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una heramana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori.
Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más
miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró
interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar).
Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama—
y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió
más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en
cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó
Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los
dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó
Martina— sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente
entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a
despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente
bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a
la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo
estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían
plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para
avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las
felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la
cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos,
yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la
víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena,
padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les
contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama
como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como
ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así,
como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que
comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni
los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron
—estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a
rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales
unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse
—apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían
—realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien
llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron
entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos
de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió
Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de
las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras,
en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los
fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)
En la época en que Kenzo Kobayashi vivía
en Tokyo y era un muchachito acaso de tu misma edad, no existía la luz
eléctrica. Ni calles, ni caminos, ni carreteras estaban iluminados como hoy en
día.
Por eso, a partir del anochecer, quienes
salían fuera de las casas debían hacerlo provistos de sus propias linternas.
Era así como bellos faroles de papel podían verse aquí o allá, encendiendo la
negrura con sus frágiles lucecitas. Y como decían que la negrura era
especialmente negra en las lomas de Akasaka —cerca de donde vivía Kenzo— y que
se oían por allí —durante las noches— los más extraños quejidos, nadie se
animaba a atravesarlas si no era bajo la serena protección del sol.
De un lado de las lomas había un antiguo
canal, ancho y de aguas profundas y a partir de cuyas orillas se elevaban unas
barrancas de espesa vegetación. Del otro lado de las lomas, se alzaban los
imponentes paredones de uno de los palacios imperiales.
Toda la zona era muy solitaria
no bien comenzaba a despegarse la noche desde los cielos. Cualquiera que —por
algún motivo— se veía sorprendido cerca de las lomas al oscurecer, era capaz
—entonces— de hacer un extenso rodeo, de caminar de más, para desviarse de
ellas y no tener que cruzarlas.
Kenzo era una criatura muy imaginativa.
Lo volvían loco los cuentos de hadas y cuanta historia extraordinaria solía
narrarle su abuela.
Por eso, cuando ella le reveló la
verdadera causa debido a la cual nadie se atrevía a atravesar las lomas durante
la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa que en armarse de valor y hacerlo él
mismo algún día.
—Los muyins. Por allá andan los muyins
entre las sombras —le había contado su abuela, al considerar que su nieto ya
era lo suficientemente grandecito como para enterarse de los misterios de su
tierra natal—. Son animales fantásticos. De la montaña. Bajan para sembrar el
espanto entre los hombres. Les encanta burlarse mediante el terror. Aunque son
capaces de tomar apariencias humanas, no hay que dejarse ensañar, Kenzo; las
lomas están plagadas de muyins. A los pocos desdichados que se les
aparecieron, casi no viven —después— para contarlo, debido al susto. Que nunca
se te ocurra cruzar esa zona de noche, Kenzo; te lo prohibo, ¿entendiste?
La curiosidad por conocer a los muyins
crecía en el chico a medida que su madre iba marcando una rayita más sobre su
cabeza y contra una columna de madera de la casa, como solía hacerlo para medir
su altura dos o tres veces por año.
Una tarde, Kenzo decidió que ya había
crecido lo suficiente como para visitar las lomas que tanto lo intrigaban. (En
secreto —claro— no iban a darle permiso para exponerse a semejantes riesgos.)
Los muyins... Podría decirse que
Kenzo estaba obsesionado por verlos, a pesar de que le daba miedo —y mucho— que
se cumpliera su deseo. Y con esa sensación doble partió aquella tarde rumbo a
las famosas lomas de Akasaka, con el propósito de recorrerlas sin otra
compañía que la de su propia linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así
consiguió que lo dejara salir solo: —Encontré al tío Kentaro en el mercado; me
pidió que lo ayude a trenzar bambúes. También se lo pidió a los primos Endo.
Está atrasado con el trabajo y dice que así podrá terminarlo para mañana, como
prometió. Me voy a quedar a dormir en su casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las
inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá de Kenzo no dudó en
permitirle que pasara la noche allá.
—Ni sueñes con volver hoy. Mañana,
cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
En aquella época, tampoco existían los
teléfonos, de modo que la mentira de Kenzo tenía pocas probabilidades de ser
descubierta. Además, no era un muchacho mentiroso: ¿por qué dudar de sus
palabras?
Apenas comenzaba a esconderse el
sol cuando Kenzo arribó a las lomas. Debió aguardar un buen rato para encender
su linterna. Pero cuando la encendió, ya se encontraba en la mitad de aquella
zona y de la oscuridad.
Se desplazaba muy lentamente, un poco
debido al temor de ser sorprendido por algún muyin y otro poco, a causa de que
la lucecita de su linterna apenas si le permitía ver a un metro de distancia.
De pronto, se sobresaltó. Unas pisadas
ligeras, unos pasitos suaves parecían haber empezado a seguirlo.
Kenzo se volvió varias veces, pero no
bien se daba vuelta los pasos cesaban. Y él no alcanzaba a descubrir nada ni a
nadie. Era como si alguien se ocultara en el mismo instante en que el muchacho
intentaba tomarlo desprevenido con su luz portátil.
Sí, era indudable que alguien se escondía
entre los arbustos. Y que desde los arbustos podía observarlo claramente a él:
el simpático rostro de Kenzo se destacaba entre aquella negrura, cálidamente
iluminado por la linterna.
Durante dos o tres fines de semana más,
este episodio se repitió tal cual. Kenzo continuaba con las mentiras a su madre
para poder volver a las lomas. ¿Sería un muyin esa silenciosa y perturbadora
presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si era así, ¿por qué se mantenía
oculto?, ¿por qué no lo atacaba de una buena vez, apareciéndosele —de golpe—
para darle un susto mortal, como decían que a esos seres les divertía hacer?
Al fin, una noche, Kenzo iluminó una
pequeña silueta femenina que se mantenía agachada junto al canal. La veía de
espaldas a él. Estaba sola allí y sollozaba con infinita tristeza. Parecía la
voz de un pájaro desamparado.
Con desconcierto pero igualmente
conmovido, el muchacho prosiguió con su inesperada inspección, mientras ella
aparentaba no tomar en cuenta su proximidad: continuaba de rodillas junto a la
orilla del canal, gimiendo.
Era una niña de la edad de Kenzo. Estaba
vestida con sumo refinamiento. También su peinado era el típico de las
jovencitas de muy acomodada familia.
La confusión de Kenzo se iba
convirtiendo en gigante: ¿Qué hacía esa mujercita allí, sola, nada menos que en
aquella zona y a esas horas de la noche?
De pronto, se animó y caminó hacia ella.
Si una nena era capaz de internarse en las lomas, con más razón él, ¿no?
El muchacho le habló, entonces, pero
ella tampoco se dio vuelta.
Ahora ocultaba su carita entre los
pliegues de una de las mangas de su precioso kimono y su llanto había crecido.
¿Un pichón de hada perdido a la intemperie, tal vez?
Kenzo le rozó apenas un hombro, muy
suavemente.
—Pequeña dama —le dijo entonces—. No
llore, así, por favor, ¿Qué le pasa? ¡Quiero ayudarla! ¡Cuénteme qué le
sucede!
Ella seguía gimiendo y tapándose el
rostro.
—Distinguida señorita, le suplico que me
conteste.
Aunque proveniente de una modesta
familia campesina, la educación de Kenzo no había dependido de la mayor o
menor riqueza que poseyeran sus padres sino de que ellos valoraban —por sobre
todo— la educación de sus hijos. Por eso, él podía expresarse con modales
gentiles y palabras elegidas para acariciar los oídos de cualquier damita. Insistió,
entonces:
—Le repito, honorable señorita, permita
que le ofrezca mi ayuda. No llore más, se lo ruego. O —al menos— dígame por qué
llora así.
La niña se dio vuelta muy lentamente,
aunque mantenía su carita tapada por la manga del kimono.
Kenzo la alumbró de lleno con su
linterna y fue en ese momento que ella dejó deslizar la manga apenas,
apenitas.
El muchacho contempló entonces una
frente perfecta, amplia, hermosa.
Pero la niña lloraba, seguía llorando.
Ahora, su voz sonaba más que nunca como
la de un pájaro desamparado.
Kenzo reiteró su ruego; su corazón
comenzaba a sentirse intensamente atraído por esa voz, por esa personita. Una
sensación rara que jamás había experimentado antes lo invadía.
—Cuénteme qué le sucede, por favor...
Salvo la frente —que mantenía
descubierta— ella seguía ocultándose cuando —por fin— le dijo:
—Oh... Lamento no poder contarte nada...
Hice una promesa de guardar silencio acerca de lo que me pasa... Pero lo
que sí puedo decirte es que fui yo quien te ha estado siguiendo durante estos
días. No me animaba a hablarte, pero ahora siento que podemos ser amigos... ¿No
es cierto?
Kenzo le tocó apenitas el pelo: pura
seda.
En ese instante fue cuando ella dejó
caer la manga por completo y el chico —horrorizado— vio que su rostro carecía
de cejas, que no tenía pestañas ni ojos, que le faltaban la nariz, la boca, el
mentón... Cara lisa. Completamente lisa. Y desde
esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y
—enseguida— una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
Kenzo dio un grito y salió corriendo
entre la negrura que volvía a empaquetarlo todo.
Su linterna, rota y apagada, quedó
tirada junto al canal.
Y Kenzo, corrió, corrió, corrió.
Espantado. Y corrió y corrió, mientras aquella carcajada seguía resonando en
el silencio.
Frente a él y su carrera, solamente ese
túnel de la oscuridad que el chico imaginaba sin fondo, como su miedo.
De repente —y cuando ya lo perdían las
fuerzas— vio las luces de varias linternas a lo lejos, casi donde las lomas se
fundían con los murallones del castillo imperial.
Desesperado, se dirigió hacia allí en
busca de auxilio. Cayó de bruces cerca de lo que parecía un campamento de
vendedores ambulantes, echados a un costado del camino.
Todos estaban de espaldas cuando Kenzo
llegó. Parecían dormitar, sentados de caras hacia el castillo.
—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó el
muchacho—. ¡Oh! ¡Oh! —y no podía decir más.
—¿Qué te pasa? —le preguntó,
bruscamente— el que —visto por detrás— parecía el más viejo del grupo. Los
demás, permanecían en silencio.
—¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!...
—Kenzo no lograba explicar lo que le había sucedido, tan asustado como estaba.
—¿Te hirió alguien?
—No... No... Pero... ¡Oh!
—¿Te asaltaron, tal vez?
—No... Oh, no...
—Entonces, sólo te asustaron, ¿eh? —le
preguntó nuevamente con aspereza— ése que parecía el más viejo del grupo.
—Es que... ¡Suerte encontrarlos a
ustedes! ¡Oh! ¡Qué espanto! Encontré una niña junto al canal y ella era... ella
me mostró... Ah, no; nunca podré contar lo que ella me mostró... Me congela el
alma de sólo recordarlo... Si usted supiera...
Entonces, como si todos los integrantes
de aquel grupo se hubieran puesto de acuerdo a una orden no dada, todos se
dieron vuelta y miraron a Kenzo, con sus rostros iluminados desde los mentones
con las luces de las linternas. El viejo se reía a carcajadas, estremecedoras
como las de aquella niña, mientras le decía:
—¿Era algo como esto lo que ella te
mostró?
Las carcajadas de los demás acompañaron
la pregunta.
Kenzo vio entonces —aterrorizado— diez o
doce caras tan lisas como las de la niña del canal. Durante apenas un instante
las vio porque —de inmediato—todas las linternas se apagaron y el coro —como de
pajarracos— cesó y el muchacho quedó solo, prisionero de la oscuridad y del
silencio, hasta que el sol del amanecer lo devolvió a la vida y a su casa.
Los muyins jamás volvieron a recibir su
visita.
Al comenzar éste —su cuento— la familia
Alcobre estaba cenando en el comedor de su confortable piso ciudadano.
Era una familia "tipo": padres
y dos hijos.
Juan —el padre— y Claudia —la madre—
componían un matrimonio joven.
En cuanto a los hijos, Marvin tenía
catorce y Greta doce cuando sucedió la historia que los comprende como
protagonistas.
Era diciembre o principios de enero,
según lo indicaba un árbol de Navidad instalado en un rincón de la sala y a
cuyo pie se encontraba un bello pesebre de cerámica, producto de las manos de
Greta. Ella era una apasionada por esa artesanía.
Todos estaban alegres durante aquella
comida, acababan de comprar una casa de vacaciones. Su conversación giraba
—entonces— en torno de esa importante adquisición:
JUAN: —Está ubicada sobre la que va a
ser la avenida costanera de "La Resolana" dentro de unos años. Más
cerquita del agua, imposible; como ustedes querían.
CLAUDIA: —Es una casa preciosa y está
puesta a nuevo. Todavía no me explico cómo tuvimos la suerte de conseguirla por
la mitad de lo que —en realidad— vale.
GRETA: —Humm, ya me imagino... Seguro
que papi empezó a pedir descuento y descuento, como hace cada vez que le toca
comprar algo...
MARVIN: —...y terminó mareando a los de
la inmobiliaria, que se olvidaron algunos ceros en la cifra de venta.
CLAUDIA: —Nada de eso. El precio que
pagamos por la casa es —exactamente— el que la inmobiliaria fijó. Bien barato,
sí, aunque cueste creerse.
JUAN: —Lo que pasa es que en esta
época... la situación económica del país... Entonces, con tal de vender...
GRETA: —¿Cuándo viajamos a "La
Resolana"? ¡No doy más de ganas de conocer nuestra casa del mar!
MARVIN: —El viernes, nena, ¿no lo oíste?
CLAUDIA: —No bien tu padre y yo salgamos
del trabajo. Alrededor de las ocho los pasamos a buscar.
JUAN: —Mejor a las nueve. Quiero hacer
revisar los frenos y cargar nafta.
GRETA: —Marvin y yo vamos a tener todo
listo para el viaje.
MARVIN: —La torneta y tu cargamento de
arcilla, sin dudas...
GRETA: —¿Y qué? Por lo menos, voy a
aprovechar las vacaciones para hacer algo más que nada como uno que yo
conozco.
El esperado viernes de la
partida llegó al fin y los Alcobre salieron en su auto rumbo a "Villa La
Resolana".
Con la ansiedad que tenían por estrenar
la casa nueva, los trescientos veinte kilómetros que los separaban de ese
solitario paraje marítimo se les antojaron mil; sobre todo, a los chicos.
Arribaron al amanecer.
La casa de vacaciones era
—verdaderamente— hermosa, tal como los padres habían dicho. Amplia, totalmente
refaccionada, luminosa. Amueblada con exquisito gusto. Decorada con calidez.
Parecía recién hecha.
Sin embargo, su construcción databa de
principios de siglo.
Greta eligió para sí una de las cuatro
habitaciones de la planta alta, la única que se abría a un espacioso
balcón-terraza con vista al mar.
—¡Qué viva! —opinó Marvin.
Ese fin de semana, los cuatro Alcobre lo
dedicaron a acomodar todo lo que habían llevado y a darse unos saludables
baños de mar en la playita que parecía una prolongación de la casa, tan cerca
de ella se extendía. Tan cerca, que habría podido considerársela una playa
privada.
Además, alejado como estaba el edificio
de los otros de la zona, a los Alcobre se les fisuraba que toda la “Villa La
Resolana” formaba parte de su patrimonio. ¡Qué paraíso!
Los padres partieron de regreso a la
ciudad el domingo a la noche. Aún les restaba una semana de trabajo para
iniciar las vacaciones.
Partieron con mil recomendaciones para
los chicos, como era de prever. Sobre todo, que no se apartaran
demasiado de las orillas al ir a bañarse en el mar, que no salieran de la casa
después de las nueve de la noche, que se arrestaran para las comidas y bebidas
con la abundante provisión que les dejaban en la heladera y en el freezer —así
no debían ir al centro del pueblo mientras permanecían solos, aunque no quedaba
tan lejos de allí y —por cualquier cosa— los llamaran por teléfono.
—Es telediscado. Ya lo probé para
telefonear a los abuelos y los tíos y funciona perfectamente —les comentó la
madre—. Ah, y papi acaba de conectar el contestador automático que trajimos de
su estudio para usarlo acá durante estos días. Así, nos quedamos tranquilos si
nosotros necesitamos comunicarles algo con urgencia y ustedes están en la
playa. Tienen que escucharlo todos los días, ¿eh?
—Ay, mamá, cuanto lío por cuatro días
locos... —protestó Marvin.
—¿Algún otro consejito? —ironizó Greta.
Sin embargo, excitados por lo que encaraban
como su primera aventura "de grandes", tomaron las recomendaciones de
buen humor y prometieron a todo que sí. Antes de despedirse de los padres, los
sorprendieron —gratamente— colocando al frente del edificio un cartel hecho en
cerámica por Greta y primorosamente pintado por Marvin. Decía: "LA CASA
VIVA".
Si bien los chicos explicaron que se les
había ocurrido bautizarla de ese modo porque les parecía que formaban parte de
ella desde siempre, que en ese paraíso particular se sentían tan cobijados y
cómodos como en el departamento del centro, lejos estaban de suponer que habían
acertado con el nombre justo.
Ya era cerca de la madrugada
cuando Greta y Marvin decidieron ir a dormir. Habían estado jugando a los
dados en la sala de la planta baja.
Mientras subían la escalera de madera
que los conducía a sus habitaciones, Marvin resbaló.
Si no hubiera sido porque Greta logró
atajarlo —ya que se encontraba dos escalones más abajo— buen porrazo se hubiese
dado al rodar desde allí arriba.
—¡Qué raro! —comentaban más tarde, al
observar la vieja gorra marinera que había ocasionado el resbalón—. No es de
papá. ¿Cómo no la vimos antes? ¿Quién la habrá dejado en ese peldaño?
La gorra era una de esas que
formaban parte de los trajes marineros que solían usar los varones a principios
de siglo. ¡Qué raro!
Más tarde, ya en su cuarto y en su cama,
Greta sintió blandas pisadas que recorrían su balcón-terraza.
—Sugestionada. Eso es. Estoy totalmente
sugestionada por el asunto de la gorra — pensó.
Encendió el velador y se levantó con
decisión, haciéndose la valiente como cada vez que algo le producía temor.
Prendió el farol de la terraza y
—de un tirón de la correspondiente soguita— corrió los cortinados del ventanal.
No había nadie allí. Salvo la
mesa y las dos mecedoras de mimbre, nadie ni nada. Dejó la luz encendida —para
calmarse— y volvió a su cama.
No vio entonces —por suerte— que una de
las mecedoras empezaba a balancearse lentamente, como si alguien invisible la
hubiera ocupado y mirara hacia adentro. La mecedora siguió balanceándose hasta
el amanecer.
Greta aún dormía cuando unas huellas de
pies descalzos —y no mucho más grandes que las suyas— fueron formándose en la
arena, desde la parte inferior de la casa —justo debajo de su cuarto—y en
dirección al mar. Las últimas se perdieron en las orillas y las olas se las
trasaron de inmediato.
Durante la mañana del lunes, los
hermanos disfrutaron del mar y de la playa. Marvin estaba entretenido con su
tabla de surf.
Greta tomaba sol sobre una loneta
mientras que —de a ratos— leía una novela de amor, ultra romántica, de esas que
si se pudieran retorcer como una toalla empapada, seguro que chorrearía
almíbar.
De pronto, el calor la venció y se quedó
dormida.
No habría pasado un cuarto de hora,
cuando la despertó una caricia húmeda sobre una mejilla.
Sin abrir los ojos, protestó:
—Ufa, Marvin; no molestes.
La caricia recorría ahora su espalda,
era un dedo índice marcando suavemente el contorno de su columna vertebral.
Sintió un cosquilleo.
Ahí sí que abrió los ojos, enojada:
—¿Será posible que no puedas dejarme en
paz?
¡Qué sorpresa! A Marvin podía
contemplárselo en el mar, aún jugando con su tabla. Y debía de ser el reflejo
del sol el que le hizo ver a Greta algo así como la delicadísima forma de una
mano de muchacho, flotando un instante a su alrededor para —en seguida—
desvanecerse en el aire en dirección al mar. La chica se inquietó.
—¡Marvin! —gritó entonces—. ¡Ya estoy
achicharrada! ¡Vuelvo a la casa! ¡El sol me está haciendo ver visiones!
¿Dónde estaba Marvin? Un segundo antes,
ahí, frente a ella.
—¡Marvin! ¡Marvin! —volvió a gritar,
entonces, empezando a asustarse—.
—¡Maarviiin!
Su hermano salió del mar cinco minutos
después, con la frente herida y sin la tabla.
Greta lo vio corretear hacia ella,
sujetándose la cabeza con ambas manos mientras le decía:
—No pasó nada grave. Un pequeño
accidente. No sé cómo pero la tabla se me escapó, caí al agua y la maldita
volvió contra mi frente con la fuerza de un millón de olas.
Más tarde —ya en la casa— Greta curaba
la herida de Marvin.
—¿Te parece que vayamos a una farmacia?,
¿qué llamemos a mamá?
—No, nena, no es nada. En dos o tres
días ni cicatriz me va a quedar. Lástima que perdí la tabla...
Ese lunes transcurrió sin que ningún
otro episodio desagradable turbara la tranquilidad de los hermanos.
—Todo bien. Todo "al pelo" —le
contaba Greta esa noche a sus padres, cuando ellos les telefonearon para saber
cómo andaban.
Después de la charla telefónica,
comieron y jugaron a las cartas hasta casi el amanecer.
Ambos dormían ya en sus cuartos en el
momento en que algo empezó a agitarse por el aire en la habitación de Marvin.
Producía un sonido como de hilos de seda que el viento zarandeaba.
El muchacho dormía profundamente. Y
nunca se hubiera despertado debido a ese ruidito a no ser porque —de repente—
esa especie de madeja de hilos se depositó sobre su cara y se apretó contra
ella, comenzando a quitarle el aliento. Al principio, Marvin reaccionó
instintivamente, dormido como estaba. Sus manos intentaban —inútilmente— desprenderse
de esa maraña que amenazaba ahogarlo. Recién cuando sintió su boca llena de
pelos con sabor a sal, se despertó agitadísimo.
Luchó con fuerza para librarse de
aquello que —a la luz del día que ya iluminaba a medias su cuarto— pudo ver que
era una cabellera.
Una abundante, ondulada y rubia
cabellera que lo abandonó cuando Marvin estaba a punto de destrozarla a
manotazos.
Como si volara despacio, se movió de
aquí para allá por el cuarto y de pronto salió por la ventana entreabierta, en
dirección al mar.
Marvin se sentó en su cama. Transpirado
y con taquicardia, tardó en reaccionar. La cabeza le hervía, el cuerpo
también.
—¡Tengo fiebre! ¡Qué pesadilla,
demonios! —y recomponiéndose, fue hasta el botiquín del baño en busca de
aspirinas.
—Si sigo así, le voy a hacer caso a
Greta y vamos a ir hasta una farmacia para que me revisen la herida. ¿Se me
habrá infectado? ¡Flor de pesadilla tuve! ¡Deliraba!
Y todo ese martes permaneció en el
lecho, atendido y mimado por su hermana, a la que no le contó ni una palabra
de lo sucedido.
—Con lo miedosa que es, si le cuento mi
sueño capaz que quiere volver a la ciudad.
Greta pasó las horas de enfermera
improvisada junto a la cama de Marvin y muy entretenida con su modelado de
figuritas de arcilla.
Hizo varias, pero la que más le gustó
fue un florerito con la forma de una bota.
Las pintó a todas y las puso a secar
sobre la mesa de mimbre de su balcón-terraza.
Enfrente, el bello mar y el constante
rugido de las olas. Entre ellas, un constante gemido, inaudible desde la playa.
Cuando los padres les telefonearon
—cerca de la hora de cenar— el informe de los chicos fue el mismo que el del
día anterior:
—Todo bien. Todo "al pelo".
El miércoles a la mañana —bien
tempranito y después de comprobar que Marvin dormía plácidamente— Greta bajó a
caminar por la playa. Volvió para la hora de desayunar; quería despertar a su
hermano con una apetitosa bandeja repleta de tostadas y dulce de leche.
Cuando intentó abrir la puerta de
entrada a la casa, sintió que alguien resistía del otro lado del picaporte. La
puerta —entre que ella empujaba de un lado y alguien, del otro, impidiéndole el
acceso— se mantenía apenas entreabierta.
—¡Vamos, Marvin, qué tontería! ¡Espero
que abras de una buena vez!
Nadie le contestó.
Greta espió entonces por el agujero de
la cerradura y pudo ver una tela de lana rayada, como la de las mallas
antiguas aunque ella lo ignorara.
—¿Qué broma es esta, Marvin? ¡Que me
abras de inmediato, te digo! ¡Dale, bobo!
Greta volvió a empujar. En esta
oportunidad, ya nadie resistía del otro lado por lo que entró a la sala casi a
los saltos, impulsada por su propia fuerza.
—Y —encima— te escondiste. Sí que estás
en la edad del pavo, Marvin, ¿eh? Un leve chasquido —que provenía de uno de los
ventanales corredizos— la hizo darse vuelta.
Greta se dirigió —entonces— al
ventanal y separó con vigor ambos cortinados. A través de las persianas —como
si éstas fueran de aire y no de madera—escapó hacia la playa el reflejo de un
muchacho rubio y vestido con malla de otra época. Fue una visión fugaz. Greta
soltó un chillido.
Marvin se apareció —de repente— en lo
alto de la escalera, casi con la almohada pegada a la cara y protestando:
—¿No se puede dormir en esta casa? ¿Qué
significa este escándalo?
Durante el desayuno —que tomaron en la cocina—
Greta estuvo muy callada, pensativa.
Después, le contó a su hermano el asunto
de la puerta y de la silueta transparente.
Marvin revisó el picaporte. Aseguró que
estaba medio enmohecido y le echó unas gotas de lubricante. En cuanto a la
silueta...
—Tanto leer esas novelas de amor inflama
los sesos, nena... ¿No ves? Ya estás imaginando que se te apareció un.
enamorado invisible...
Tal como cuando había bautizado
a la vivienda como "la casa viva", nuevamente había acertado en la
denominación de los raros fenómenos que se estaban desarrollando allí. Pero tan
sin sospecharlo...
El muchacho trató de convencer a su
hermana de que allí no pasaba nada extraño, pero lo cierto, era que no podía
dejar de pensar que sí aunque —como varón— le costaba reconocer sus propios
miedos frente a Greta: "Pérdida de imagen, seguro". Y cuando ella le
agradeció la cantidad de caracoles y piedritas con los que había encontrado
llena la bota de cerámica, Marvin le mintió y admitió haber sido él quien había
juntado esos regalitos.
Pero la verdad era que no.
¿Quién, entonces?
Después del almorzar y dormir una breve
siesta, los hermanos decidieron bajar a la playa a juntar almejas.
—Cuando vengan papi y mami vamos a
recibirlos con un festín.
Y allá fueron los dos, con baldes y palas
y estuvieron recogiendo los bichos hasta el atardecer.
Cuando regresaron a la casa, encontraron
las paredes muy sudadas, como si fueran organismos vivos que habían soportado
—estoicamente— los treinta y pico de grados de temperatura que había hecho esa
tarde.
En el sofá de la sala, la presión sobre
los almohadones indicaba que alguien había estado descansando allí.
En los peldaños de la escalera,
huellas que iban hacia la planta alta. Para los tres hechos los hermanos
hallaron explicaciones más o menos lógicas. Ninguno de los dos quería confesar
que empezaba a sentir verdadero miedo, mucho miedo.
Aquella fue una noche de luna llena.
Todo el paisaje marino parecía detenido en la inmovilidad de una tarjeta
postal.
Después de hablar por teléfono con sus
padres, Greta y Marvin salieron a caminar un poco por su playita
"particular"... Estaban alegres tras la conversación. ¿Un
"poco" caminaron? ¡Poquísimo! Porque —ahora— ambos iban juntos y
ambos pudieron oir cómo eran seguidos por unas pisadas, dos o tres metros a sus
espaldas. Sin embargo, por allí no caminaba otra persona que los hermanos.
Las pisadas habían partido cerca de la
casa y llegaban hasta casi las orillas, hasta el mismo lugar donde Greta y
Marvin sintieron pavor y regresaron —a la carrera— de vuelta adentro.
Como la noche había sido tan
serena, pudieron observar —a la mañana siguiente— las marcas en la arena de sus
propias huellas más otras, ésas que los habían seguido y que —ahora, a la luz
del sol— miraban cómo se perdían en el mar.
—Llamemos a mami. Quiero que ellos
vengan antes, que adelanten el viaje... o nos vamos nosotros, Marvin —le
rogaba Greta a su hermano—. Tengo miedo; estoy muerta de miedo.
—Los vamos a preocupar mucho. Y
—además—¿qué les decimos? ¿que estamos asustados por un fantasma? Si el sábado
a la madrugada ya van a llegar... Dale, nena, confianza en mí. No seré Superhombre
pero conmigo no va a poder un vulgar fantasmita... Después de todo, estamos
bien, ¿o no?
Semi convencida, Greta dijo que sí
—durante el resto de ese día— se quedaron a comer en la playa, provistos como
habían ido con una canasta de alimentos, sombrilla, reposeras, revistas,
paletas y la infaltable novela de amor de Greta. Pasaron un día
"bárbaro", como decían ellos. La inquietud de las horas pasadas parecía
haber quedado definitivamente atrás.
Pero no.
Cuando regresaron a la casa —alrededor
de las ocho de la noche— Marvin subió a darse un baño.
Estaba convertido en una "milanesa
humana", después del juego de enterrarse en la arena hasta el cuello.
Greta sacudía las lonas ——antes de
entrar— cuando alcanzó a oír el piiiiip del contestador telefónico, anunciando
que acabada de grabarse un llamado. Corrió hacia el aparato.
—Llamado de mami, seguro —pensó.
Puso en funcionamiento el rebobinador de
la casete de grabación y se dispuso a escuchar el mensaje.
Lo que escuchó le sacudió el corazón.
Era la voz de un jovencito —sin dudas—
que se expresaba medio como pegando cada palabra con la siguiente; tal como si
hiciera un esfuerzo sobrehumano para hablar y que decía:
—EestoooyenamoraaadodeGreeta.
AamoooaGreetaa.
QuieeroqueedarmesooloconGreetaa.
Estas tres oraciones —estiradas como
goma de mascar— eran repetidas hasta que concluía el tiempo de grabación con
un largo suspiro entrecortado.
La chica corrió escaleras arriba. Se oía
la ducha y el canturreo de Marvin. Ya iba a llamarlo —angustiada—
cuando vio que el teléfono del cuarto de su hermano estaba descolgado.
—Ajá. Conque fue él. Qué broma siniestra
me hizo el condenado. Ya me las va a pagar.
Entró en el cuarto de Marvin —de
puntillas, y colgó el auricular.
—Ahora va a venir aquí a vestirse. Buen
susto le voy a dar.
Y Greta decidió ocultarse debajo de la
cama. Ya llegaría Marvin, ya buscaría sus zapatillas... y entonces...
—¡zápate!— ella le tomaría las manos. Creyendo —como él creería— que su hermana
se encontraba en la planta baja... ¡Ja!
Va a ver, ése. Se le van a erizar los
pelos...
Greta levantó —entonces— la colcha. Se
arrodilló junto a la cama. Empezaba a acostarse sobre el parquet cuando vio
—junto a las zapatillas de su hermano— aquellos pies descalzos, separados de
todo cuerpo. Un par de pies de varón que salieron disparando de la habitación,
como al impulso de los gritos de la jovencita.
Y el par de pies se encaminó hacia las
escaleras y las descendió a todo lo que daban.
Greta continuaba gritando, aterrorizada.
El canturreo de Marvin se interrumpió.
Enseguida, un ruido en el baño —de caño que cae— y un golpe contra el piso.
Greta chillaba; gritaba y seguía allí,
acostada sobre el parquet, paralizada y gritando.
Pronto, estuvo Marvin a su lado. Venía
rengueando. Le sangraba una rodilla.
—¡Casi me mato! ¿Qué te pasa? Al oír tus
gritos corrí la cortina de la ducha y se me vino abajo, con caño y todo. Menos
mal que resbalé contra el bidet.
Más tarde, Greta le contó lo ocurrido.
Aún lloraba.
Marvin se vendaba la rodilla, mientras
intentaba calmarla y defenderse de la acusación de haber grabado un mensaje.
Del asunto de los pies, mejor no hablar.
No sabía qué decir y el sólo imaginar el episodio le producía escalofríos.
Cuando trataron de escuchar nuevamente
el mensaje, no lo ubicaron. Se había borrado.
—Te juro que yo lo oí —sollozaba Greta—.
Y también vi esos pies debajo de tu cama.
—Está bien. Hoy vamos a dormir juntos,
¿eh?
Al rato, trasladaron la cama de Marvin
al cuarto de Greta, que era más amplio. Cerraron cuidadosamente todos
los ventanales —persianas bien bajas incluidas— y dejaron encendidas las luces
de la casa.
A las cuatro de la madrugada del
viernes, unos timbrazos insistentes.
Los dos se despabilaron
enseguida, sobresaltados como habían pasado aquellas horas sin poder dormir en
paz.
Los timbrazos continuaban.
Ahora —también— golpes dados contra la
puerta principal y contra las persianas de la planta baja.
¿Quién sería?
Muertos de miedo, los hermanos
decidieron bajar.
—¿Quien es? —preguntaron a dúo.
Las voces de sus padres casi les
provocan un desmayo de felicidad.
Se abalanzaron a la puerta. Quitaron
todas las trabas y—finalmente— la abrieron. Al rato, los cuatro estaban
instalados en la sala, tomando un reconfortante chocolate los chicos y unas
copitas de cognac Juan y Claudia, nerviosos como habían viajado.
—Adelantamos el viaje porque durante
todo el día de ayer, el teléfono de aquí daba ocupado. Pedimos reparación pero
—igual— no pudimos tranquilizarnos. ¡Ay, Dios!, qué susto nos llevamos al
encontrar la casa como clausurada, aunque se notaba que estaban encendidas las
luces. ¿Qué les pasó?
¿Contarles todo?
Después de una ligera guiñada
cómplice, Greta y Marvin resolvieron que no, aliviados como se sentían en
compañía de sus padres y empezando a sospechar que lo aparentemente sucedido no
era otra cosa que producto de su imaginación. También, había sido la primera
vez de prueba de estar solos tanto tiempo. Y tan lejos.
Únicamente les dijeron que habían oído
ruidos extraños... y que por las dudas... por si algún ladrón...
—¡Mañana salimos con los kajaks!
—anunció el padre— Ahora, ¡a descansar todo el mundo!
Greta fue al baño. Iba a apagar la luz
para regresar a su habitación cuando el rostro de un muchacho rubio —de
abundante cabellera ondulada— se le apareció fugazmente en el espejo, por
detrás del suyo. La visión duró una fracción de segundo. El tiempo justo como
para que la niña lograra ahogar un grito y correr a su cama. Indudablemente,
las alucinaciones no habían terminado.
—Mañana le voy a contar todo a mami. Si
guardo en secreto todas estas fantasías voy a acabar viendo extraterrestres
—pensó.
Pero —por esta vez— les pidió a sus
padres que le permitieran descansar con ellos, como cuando era chiquita. Un
rato después, los cuatro Alcobre dormían.
Primero fue un chasquido proveniente de
la cocina y que nadie oyó. Enseguida, otro, más fuerte que el anterior: algo
se estaba resquebrajando. De inmediato, un ruido como de cristales que se
parten contra el piso.
Entonces sí que los cuatro se
despertaron.
Se apuraron en llegar a la cocina. Todos
los azulejos de una de las paredes se estaban despegando como figuritas de
papel, separándose varios centímetros del cemento antes de estrellarse contra
las baldosas del suelo.
En pocos instantes, esa pared quedó casi
desnuda.
Los chicos se asustaron mucho
—por supuesto—pero el padre opinó que se trataba de un mal pegamento... y que
la dilatación de los materiales... y que ya le iba a reclamar al arquitecto que
se había encargado de las refacciones.
La madre puso en marcha el ventilador de
techo, para refrescar el ambiente cálido de la cocina cerrada y los invitó a
otra vuelta de chocolate, mientras le ofrecía un licorcito helado a su marido.
Una pausa amable antes de
regresar a la cama, después de aquel disgusto. Así —pues— los cuatro se
sentaron en torno a la mesa redonda, instalada debajo del ventilador.
Charlaban acerca de lo acontecido, sin
darle mayor importancia.
Un crac, seguido de otro y de otro más,
les hizo elevar las miradas hacia el techo. Varias grietas se comenzaban a
dibujar allí, exactamente alrededor de la parte central del ventilador que
giraba normalmente.
El último crac fue la alarma de que el
artefacto amenazaba desprenderse.
—¡Levántense! ¡Salgan de acá, rápido!
—gritó el padre, mientras él también abandonaba su puesto a la mesa.
Los cuatro consiguieron salir de la
cocina con la celeridad necesaria como para salvarse de lo que podía haber sido
una catástrofe: el ventilador de techo se desprendió —girando enloquecido— y
—girando aún— se desplomó sobre la mesa. Instintivamente, la madre se llevó
las manos al cuello. Los demás la imitaron y tragaron saliva.
—¡Indemnización! ¡Eso. es!
¡Indemnización por daños y perjuicios, eso es lo que le voy a pedir al
incompetente de ese arquitecto! ¿A quién hizo instalar las cosas? ¡Podríamos
haber sido degollados! ¡Es como para denunciarlo a ese inútil! —así protestaba
el padre, furibundo, una vez que el nuevo accidente había pasado sin otra consecuencia
que el gran susto.
—¡Mañana a la tarde lo voy a ir a
buscara su estudio de "La Resolana" y si no está, sus empleados van a
hacerse responsables! ¡Qué se cree ése! ¡Cualquiera de nosotros podría haber
caído degollado!
—Calma, Juan. El estudio no abre
hasta mañana a las seis de la tarde. Hasta entonces, calma, por favor, ¿eh?.
Claudia trataba de serenar a su marido.
A la media hora, los cuatro se retiraron a dormir siquiera un rato.
¡Qué mañana radiante la de aquel
viernes! Totalmente propicia como para tranquilizar los ánimos más alterados.
¿Y el mar? Con el oleaje ideal para
salir a dar vueltas con los dos kajaks.
—¡Primero yo con papi! —exclamó Greta,
mientras se apresuraba a calzarse el salvavidas.
—¡Qué viva!, ¿eh? se quejó Marvin.
El padre no los dejaba salir solos. La
mamá, ni soñar con que iba a encerrar medio cuerpo en esa canoa tipo esquimal y
a luchar contra las olas con la única asistencia de un remo.
Así fue como Greta y su padre se
lanzaron al mar, cada uno en su correspondiente kajak.
Marvin decidió nadar un rato.
La madre se embadurnó con bronceador y
se reclinó en una reposera, de cara al sol.
De tanto en tanto, controlaba que sus
tres deportistas anduvieran por allí, con una mirada atenta.
Ya bastante alejados de la costa pero no
tanto como para que pudiera considerarse una imprudencia, Greta y su papá
disfrutaban del paseo, sobre una zona sin oleaje. Iban en fila india, a
veinticinco o treinta metros de separación uno del otro.
De repente, Greta vio unos brazos que
salían del agua y que se aferraban a su kajak, como si quisieran ponerlo del
revés.
—¡Papi! —gritó espantada.
Los brazos que subían del mar se
esforzaron y —pronto— la cabeza y del torso de un muchacho estuvieron junto a
los de la niña.
La cara, hinchada, amoratada, de labios
violáceos.
La cabeza, rubia, de pelo abundante y
ondulado.
¡El mismo muchacho que le había
parecido ver la noche anterior, reflejado en el espejo del baño!
—¡Papá! ¡Socorro! —volvió a
exclamar Greta, una y otra vez, antes de que esos vigorosos brazos juveniles
lograran dar vuelta su kajak.
Pronto empezó a sentir que se ahogaba,
atrapada como estaba en la pequeña embarcación.
Sintió que la besaban. Con
desesperación. Y que aquellos brazos la arrastraban hacia las profundidades,
rasguñándola en el brutal intento de llevársela consigo.
El padre se deshizo de su kajak y nadó
hacia el lugar a donde había visto hundirse a su hija.
Logró rescatarla, después de una pelea
feroz con quien —en aquellos momentos de horror— le pareció un embravecido animal
marino.
Cuando llegó a la costa —con su hija a
la rastra— la reanimó.
Greta ya abría los ojos y volvía a
respirar por sus propios medios. Fue en esos instantes cuando el papá advirtió
que su mujer no se encontraba en las inmediaciones.
La reposera, la revista, los anteojos de
sol, tirados en la arena. De ella, ninguna otra señal.
Volvió a la casa, cargando a Greta en
brazos. Nadie estaba allí.
Angustiadísimo, tomó el teléfono y llamó
a la policía, al servicio de guardavidas de la playa cercana, al puesto
sanitario...
No había concluido aún con sus
desesperadas comunicaciones, cuando una ambulancia se detuvo en la puerta de
"La casa viva".
De ella bajó Claudia, llorando
desconsolada.
De ella bajaron una camilla en la que
yacía Marvin, inerte.
Tres guardavidas y dos enfermeros
explicaron:
—No; el chico se ahogó después
del golpe. Se ahogó porque el golpe lo desmayó. También, tamaña tabla... El
impacto fue terrible... Nosotros lo sacamos con la mayor rapidez posible, pero
ya no había nada que hacer... Mire qué tabla sólida, aquí está...
—¡Esa es la tabla de surf de Marvin, la
que perdió el otro día! —gritó la hermana, tan sin consuelo como sus padres.
Y los tres se abrazaron y lloraron
juntos, hasta casi agotar las lágrimas.
Por supuesto, al día siguiente de la
tragedia, los Alcobre regresaron a la ciudad.
"La casa viva" fue
puesta en venta —de inmediato— y por cuarta parte del precio de lo que —en
realidad—valía. Querían deshacerse de ella lo antes posible.
Aún sigue en venta, y eso que
transcurrieron cuatro años de aquel desdichado suceso.
Ni siquiera logró alquilarse.
Es probable que los rumores en torno de
lo ocurrido a la familia Alcobre hayan circulado con rapidez... También...
Seguramente, volverá a quedar abandonada
—por Juan y Claudia en esta ocasión— tal como cuando ellos la descubrieron
había sido abandonada por los Padilla, por los Caride y por los Ayerza. (Claro
que los padres de Greta y Marvin ignoraban ese detalle... de lo contrario...).
Acaso pasen quince o veinte años hasta
que el muchacho rubio de pelo ondulado y abundante vuelva a tener otra
oportunidad.
¿Otra oportunidad de qué?
De enamorarse.
De que se enamoren de él.
A las inmobiliarias de
"Villa La Resolana" les interesa su negocio y —además— a ellos no les
consta de que ciertos hechos hayan sucedido tal como se rumorea. Opinan que se
trata de desgraciadas casualidades y que la gente suele ser muy impresionable.
Por eso, se cuidan mucho de divulgar lo que cuentan algunos de los más viejos
lugareños: dicen que esa casa había sido construida —a principios de siglo— por
la familia Padilla. A ella pertenecía Gastón, un simpático jovencito de doce o
trece años, de pelo rubio, ondulado y abundante,— el mismo que había muerto
ahogado ahí nomás —frente a la casa— pocos días después de que la habían
estrenado.
Su abuela —la única moradora que quiso
permanecer en la residencia hasta su propia muerte, que fue de puro viejita
nomás— aseguraba que el fantasma del pobrecito de su nieto preferido vagaba por
allí, almita en pena a la que ella no podía dejar sola.
Varios años después, los Caride y —más
adelante— los Ayerza —familias que compraron la casa sucesivamente— dijeron
—al abandonarla— que en ese sitio sucedían cosas muy raras.
Algunos cuentan que tanto los Caride
como los Ayerza habían estado a punto de perder una de sus hijas menores
—ahogadas en el mar mientras pasaban allí sus vacaciones— y que los muchachos
de ambas familias —hermanos o novios— sufrieron extraños accidentes, como si el
ánima se hubiera sentido celosa de ellos.
Otros —los más imaginativos y soñadores—
dicen que ningún fantasma puede descansar en paz si —mientras fue un ser vivo—
nunca ha estado enamorado o —lo que es, acaso, más triste— si muere cuando aún
nadie se ha enamorado de él.
Este libro continúa con páginas
terroríficas, porque reúne los
textos titulados:
CUENTO DE LOS ANGELITOS
EL MANGA
NUNCA VISITES
MALADONNY
JOICHI, EL DESOREJADO
Hacía pocos meses que el matrimonio
formado por Cora y Eloy Molina había llegado —con sus dos pequeños— a la gran
ciudad, huyendo de la vida miserable que llevaban en su pueblito.
Sin embargo, "Tuvimos mucha
suerte" —decían.
Esos pocos meses habían bastado para que
Eloy consiguiera un trabajo que les permitía alquilar una vivienda en los suburbios
y soñar con que ya habrían de llegar tiempos mejores.
Cora se había empleado como doméstica.
Durante las horas de labor fuera de la casa, dejaba a sus hijos —Boris, de
siete años e Iván, de cuatro—, en una escuela de las inmediaciones.
Sin dudas, la situación económica de la
familia Molina había mejorado y suponían que todo andaría mejor aún, si Eloy
se decidía a aceptar ese ofrecimiento de trasladarse la mitad del año bien al
sur del país, contratado por aquella empresa que necesitaba albañiles como él.
La paga era doble —comparada con
la que recibía en la ciudad— pero el hombre no se resolvía a separarse de los
suyos. Después de todo, no hacía mucho que habían dejado su pueblo y le daba
algo de temor que su mujer y sus hijos permanecieran solos en el nuevo lugar.
Fue la misma Cora quien lo animó.
Le aseguró que ella se sentía —ya—
bastante capaz de desenvolverse en la ciudad y —según decía—, los días iban a
pasársele volando, tan atareada como estaba.
—Pronto volveremos a reunirnos para las fiestas
—le repetía a su marido.
Así fue como Eloy se despidió de su
mujer y sus hijos y marchó rumbo al sur.
—Todos los sábados a la mañana vamos a
llamar a papá por teléfono —les prometió Cora a Boris e Iván—. Así nos
enteraremos de cómo le va y —además— así les oye las voces a ustedes, ¿eh?
Durante varios sábados seguidos —después
del viaje de Eloy— se le vio —entonces— a Cora y sus hijos saliendo de su casa
bien tempranito.
Era largo el trayecto hasta la cabina
telefónica desde donde podían comunicarse con el padre: caminata de varias
cuadras hasta un paso a nivel, cruce del mismo por un sendero peatonal precariamente
abierto y —por fin— otra fatigosa caminata hasta arribar a la ruta, por
donde pasaba el colectivo que los llevaba al centro de la ciudad.
—Mamá, tengo ganas de hacer pis
—le dijo Iván aquel sábado, no bien los tres habían llegado cerca del paso a
nivel.
Cora buscó los arbustos de un baldío
como improvisado baño de emergencia para su hijo menor.
Boris esperaba —juntando piedritas a su
alrededor— cuando —de repente— un hombre apareció junto a su madre, como
brotado de los matorrales. La expresión de su cara daba miedo.
—¡Cuidado, mamá! —le gritó Boris, al ver
que el hombre se le abalanzaba.
Cora no tuvo posibilidad de defenderse,
ocupada como estaba en la atención de las necesidades del chiquito. Sintió
que un puñetazo la derribaba, a la par que unas manos le arrebataban el bolso.
A pesar del sorpresivo ataque y del
mareo producido por el solpe, la mujer unió fuerzas y valor y se echó a correr
detrás del ladrón, que rumbeaba hacia el paso a nivel como diablo que sopla el
viento.
Inútil pedir auxilio en esos
momentos y en ese sitio: ¿a quién? Ni un alma que no fuera la de Cora, la de
Boris, la de Iván o la de ese desdichado que —sin proponérselo— con su robo
acababa de convocar a la tragedia para que dijera: "Presente" sobre
la mañana del sábado, en unos instantes más.
En su angustioso afán por recuperar su
bolso —donde tenía el único dinero restante para pagar la comunicación
telefónica, pasar el fin de semana y aguantar hasta el lunes —en que volvía a
trabajar por horas—, a Cora no se le ocurrió otra cosa que correr tras el
delincuente.
Reacción lógica: ¿Cómo iba a suponer que
la desgracia acecharía a sus hijitos si ella disparaba para tratar de agarrar
al ladrón?
El hombre cruzó el paso a nivel a la
carrera.
Cora, casi pisándole los talones.
Pronto, ambos estuvieron del otro lado de las vías.
La persecusión continuaba.
Llorando a los gritos desde que habían
visto a ese sujeto golpear a su mamá, Boris e Iván también corrían detrás de
ellos, aunque no lograban darles alcance.
Boris llegó primero al paso a nivel y
empezó a atravesarlo.
Su hermanito lo seguía.
Los dos, apuradísimos y con los ojitos
puestos en la silueta de su mamá.
Los dos, desesperados. Los dos solos,
sobre las vías y frente a la muerte.
Consternado, el maquinista de ese tren
que se dirigía al centro contaba ante las cámaras de los noticieros de la
televisión, horas después:
—No pude evitarlo. Esos angelitos se me
aparecieron de repente. Fue terrible, terrible, Dios mío... No
voy a olvidarlo mientras viva...
—"No-so-tros tam-po-co...
Po-bre ma-má... Pobre pa-pá...".
Nadie escuchó estas palabras que —sin
embargo— fueron pronunciadas una y otra vez el día de la tragedia, hasta que
llegó la noche y se internaron en ella.
Nadie las escuchó. Pero... ¿quién de
nosotros puede oír —fácilmente— las vocecitas de los ángeles?
Los diarios informaron —al día
siguiente— que la vida de Boris se hubiera salvado de haber recibido inmediata
atención médica, que la criatura fue rescatada a tiempo por los bomberos pero
que no la recibían en el hospital de la zona hasta que —como es habitual en
estos casos— se realizara la intervención policial; que se perdieron
—aproximadamente— dos preciosas horas hasta que ese trámite pudo cumplirse;
que si se hubiese hecho esto o lo otro...
"Hubiera o hubiese"...
Qué forma verbal inútil en circunstancias así.
Se aplica para lamentaciones tardías
acerca de lo que ya es imposible modificar y que son totalmente vanas cuando
—como de costumbre— no se tiene en cuenta esa experiencia para prevenir
desgracias futuras.
Los hijos de los más humildes —como
Boris e Iván— casi no tienen defensores durante sus vidas. Mucho menos después
de muertos.
El drama fue rápidamente olvidado por
los medios de comunicación masiva y por el público consumidor de sus noticias.
"Po-bre ma-má... Po-bre
pa-pá..."
Pasaron veinte años a partir de
aquel sábado trágico para Eloy y Cora. Con los corazones destrozados, ambos
siguieron trabajando como robots aunque ya no le encontraban sentido a la
existencia.
Se esforzaban —sin embargo— para ayudar
a criar a varios sobrinos, a medida que su familia del lejano pueblito iba
—también— mudándose a la gran ciudad.
En esta obra de solidaridad con los
suyos encontraban —a veces— un poco de alivio para su dolor.
No quisieron tener más hijos. El
recuerdo de Boris e Iván se mantenía en ellos con una nitidez tal que sentían
que ambas criaturas andaban por allí, con sus almitas en puntas de pies deslizándose
por la casa, acompañándolos —como en el pasado— eternamente niños.
De tanto en tanto, a Cora le parecía oír
su voces y la tristeza la ahogaba —entonces— con la misma intensidad que aquel
día en que los había perdido para siempre.
"Po-bre ma-má..."
"Po-bre pa-pá..."
Lejos de la modesta casa de los Molina
—en una pensión de las tantas cercanas al centro de la gran ciudad—, vivía el
hombre a raíz de cuyo robo habían muerto Iván y Boris. En total impunidad de su
delito.
No le había ido mal económicamente,
astuto ladrón como se había convertido, con banda propia y todo. Sin embargo,
jugador empedernido, el dinero le duraba lo que un suspiro.
Todos creían que esta situación de
continua escasez era la causante de su malhumor, de su carácter hosco, huraño. ¿Quién
iba a imaginar que un sujeto despreciable como aquél viviera —como vivía—
torturado por los remordimientos?
Los años no lograban traerle la paz,
aunque desde que aquello había sucedido se repetía que él no era culpable, que
el accidente era producto de la fatalidad, que ni loco hubiera pensado en hacer
tanto daño... Si hasta había devuelto el bolso, arrojándolo de manera anónima
en el jardín de los Molina dos noches después de la tragedia y con casi la
mitad de los billetes robados...
—No voy a olvidarlo mientras viva,
canejo... —se decía, atormentado por la culpa y por el vino—. No voy a
olvidarlo....
Entonces —en su delirio— le parecía
escuchar que unas vocecitas le susurraban lentamente: "No-so-tros
tam-po-co...".
Muchas veces —a lo largo de esos años—
había tenido la sensación de que alguien lo seguía cada vez que debía tomar un
tren. Era como si unas pisadas fueran recorriendo las suyas a medida que
caminaba por los andenes. Por eso, evitaba —en lo posible— viajar en
ferrocarril.
Un sábado como tantos, se preparó para
ir a las carreras.
Hacía bastante calor y el mediodía
amenazaba aumentarlo aún más, por lo que decidió no tomar el repleto micro que
solía conducirlo al hipódromo y viajar en tren, más aireado al menos.
Ese día tuvo mucha suerte con sus
apuestas a los caballos. Ganó una fortuna.
La noche lo sorprendió —entonces—
contentísimo, esperando en esa estación de las afueras el tren de regreso al
centro.
Mucha gente circulaba por el
andén. Ya se veía —a lo lejos— brillar el foco de una locomotora en dirección
hacia allí, a toda velocidad.
En instantes más, se detenía junto al
andén.
El hombre se encaminó hacia el borde,
quería ser de los primeros en subir a los vagones para conseguir asiento. Él
era de los que —a toda costa y abriéndose paso a fuerza de codazos—,
siempre conseguía viajar sentado.
Pero esa vez no. Ni sentado ni parado.
La locomotora ensordecía con su
silbato y ya todo el gentío se apretujaba en el andén, cuando los oídos del
hombre creyeron percibir esas pisadas "especiales", las mismas que
solía detectar cada vez que debía tomar un tren.
Esa sensación se le antojó ridícula. El
andén estaba atestado. No era posible —ya— dar un paso.
Pero sí saltar hacia las vías.
Y el hombre lo hizo.
Al menos, eso es lo que testificaron
todos los que tuvieron la lamentable ocasión de verlo con sus propios ojos.
—El tipo se arrojó cuando se acercaba el
tren. Lo hizo pedazos, imagínense. Fue un espectáculo espantoso. Más, porque
parecía un hombre normal, vea. Estaba allí, al lado nuestro, lo más tranquilo,
y de repente...
Ninguno de los testigos —obviamente—
pudo enterarse de lo que —en verdad— sucedió. Porque el episodio que
—realmente— tuvo lugar en aquella estación sólo lo conocieron el hombre... y
los angelitos.
Tal cual se narra más arriba, el hombre
había sentido que lo seguían hasta el borde del andén. Apenas —entonces— si
había tenido tiempo como para darse vuelta cuando cuatro manitos infantiles lo
empujaron a las vías, al impulso de un vigor sobrenatural.
Durante la fracción de instante que le
quedó de vida —antes de caer debajo de la locomotora— vio —fugazmente— dos
criaturas vestidas a la moda de veinte años atrás.
Ellas lo habían empujado. Y eran dos
varoncitos de corta edad y los dos lo contemplaron con miradas como vueltas
para adentro, como de otro mundo, mientras él pensaba —por última vez—:
—Ni muerto voy a olvidarlo... —y ellos
le decían—: "No-so-tros tam-po-co...
"Po-bre ma-má..."
"Po-bre pa-pá..."
Algunos cuentan que había dicho que se
llamaba Dévila; la mayoría afirma que su apellido era Manganelli o Manganaro,
pero todos —indefectiblemente— lo recordamos como "El" Manga.
Lo que nadie logra recordar con
exactitud es el día en el que el Manga llegó a nuestra villa por primera vez ni
de dónde dijo que procedía. De pronto, fue como si aquel hombrecito de gorra y
rasgos indefinibles hubiera vivido siempre entre nosotros y como si siempre
—también— le hubiera pertenecido la destartalada casa de las afueras que compró
por tan poco dinero, que se sospechaba que los desconocidos dueños anteriores
habían decidido regalársela.
Enseguida nos acostumbramos a su
apariencia extraña y a su silencio.
El Manga no conversaba con nadie durante
las contadas ocasiones en que se acercaba al centro de la villa para hacer
compras. Apenas si hablaba para responder: "Sí", "No" o
"Prefiero reservarme la opinión", cuando algún vecino mayor insistía
en sacarlo de su mutismo. Su voz irritaba —entonces—especialmente los oídos de
los perros, ya que sonaba como una tiza que tropieza sobre la pizarra.
Y cómo vibraría en el aire que —en más
de una oportunidad— tuve que sujetar a Glenda —mi adorada pastora alemana—
para que no se abalanzara sobre el Manga en el momento en que el hombrecito
hacía —en el almacén de mis padres— su habitual pedido de agua mineral. Una
vez por mes y sólo agua mineral. A los niños no nos miraba siquiera. Como si no
existiéramos para él. Y eso que —con la típica franqueza infantil que puede
rozar la crueldad— solíamos acosarlo con preguntas (del tipo: “¿Y usted de
dónde salió? ¿Sabe que —aquí— dicen que es un bicho raro?”). También nos
divertía seguirlo saltándole detrás, al tiempo que nos burlábamos de su manera
de caminar como desarticulado, como si hiciera el esfuerzo de mover cuatro
piernas y dos pares de brazos.
Recién les dije que a los niños no nos
miraba siquiera. Por eso, cuando en nuestra villa empezaron a desaparecer
—"misteriosamente"— las primeras criaturas, la policía y los
detectives privados investigaron a cuanta gente tenía alguna relación con
nosotros y ni soñar con preguntarle nada al Manga, que aparentaba no tomarnos
en cuenta.
Nuestra villa —que hasta entonces había
sido un lugar particularmente buscado por turistas debido a su oferta de
pacíficas playas marinas— se convirtió —de golpe— en zona de espanto: no pasaba
una semana sin que algún chico desapareciera como chupado por las arenas,
empapadas tras el derrumbe de las olas.
Pronto, casi no quedaba familia lugareña
que no hubiera perdido alguna de sus criaturas. Fue recién entonces cuando las
personas mayores dejaron de pensar que esa tragedia era algo que solamente le
ocurría a "los otros", a los "lejanos prójimos" y
entendieron que nadie está libre del terror cuando ese terror se instala —con
prepotencia, hijo de un impiadoso disparate— en la propia tierra.
Mis padres me recomendaron que tuviera
sumo cuidado, que no confiara sino en ellos, mis hermanos mayores y Glenda.
Los papás de mis amigos y compañeros de escuela hicieron lo mismo: les
aconsejaron extrema prudencia con las relaciones. Pronto, todos los niños que
aún continuábamos en nuestras casas, nos transformamos en seres callados,
tristes, asustados y con una desconfianza que si se hubiera podido medir en
kilómetros, seguro que alcanzaba más de un millón.
Una tarde, el Manga irrumpió en nuestro
almacén. Lo habían dejado a mi cargo durante un rato, mientras mi familia se
ocupaba de algunas diligencias en las cercanías.
El hombrecito encargó agua mineral y me
pagó.
Ya estaba por abandonar el local
—arrastrando la bolsa donde había ubicado el montón de botellas, cuando, por
primera y única vez se volvió hacia mí y me dijo:
—Por favor, ¿podrías ayudarme? No me
siento bien. Te ruego que me acompañes para llevar el agua hasta mi casa, si no
es mucho pedir.
Claro, ahora me resulta fácil concluir
que yo debería de haber desconfiado y esperado el regreso de mi familia para
consultar si podía acompañar al Manga. Pero —en verdad— en aquél instante no
sentí ninguna inquietud, conmovido —de repente— por el desamparo que él
demostraba y animado como estaba por las enseñanzas de que a nadie se le niega
ayuda y menos agua y "por qué me van a hacer daño si yo no lo
hago...".
El resultado fue que —de inmediato— le
contesté que sí.
Cerré el local con mi llave y colgué el
cartelito que usábamos para emergencias como aquella: "Enseguida
vuelvo".
Rápidamente, me hallé siguiendo al
Manga, con la bolsa cargada al hombro y el
eco de los ladridos de Glenda apagándose en mis oídos, a medida que me alejaba
del almacén.
La prolongada distancia que nos separaba
de la casa del Manga la recorrí silbando. Ese fue mi modo de ahuyentar los
miedos que empezaban a ocuparme el corazón, al evocar la desgracia que asolaba
a mi querida villa.
¿Y si —ahora— sus garras me tocaban a
mí?
Silbé —con más energía— hasta que
llegamos a las afueras.
Al fin —detrás de unas dunas— la
casa del Manga.
El abrió la puerta y —con un gesto— me
indicó que entrara.
Debo de haber demorado unos
segundos sin decidirme a hacerlo, porque cuando caminé hacia el interior, la
silueta del Manga se recortaba —hasta desdibujarse— al extremo de un largo y
oscuro pasillo.
Lo atravesé casi a tientas —aún
deslumbrado por el sol de la siesta— mientras me aturdía la música que —¡oh,
sorpresa!— había comenzado a resonar a la par de mis propios pasos. ¿De modo
que al Manga le gustaba el rock?, ¿y a todo volumen?
Al llegar al final de aquel pasillo, el
espanto.
Me sentí —de improviso— cayendo a un
pozo tan oscuro como el pasillo.
Mi caída terminó pronto y sin que me
lastimara: estaba aprisionado en telas que —por lo que podía comprobar con el
tacto— eran como las tejidas por arañas, pero de mucho mayor espesor.
Grité con todas mis fuerzas. El barullo
de la música tapizó mis gritos y no me permitió distinguir ningún otro ruido
durante un buen rato.
Durante los momentos iniciales de mi
lucha por tratar de deshacerme de esas telas que se pegaban a mi piel,
no pude —entonces— notar que no era yo el único que se encontraba allí. Recién
pude descubrirlo cuando la música cesó—como por arte de magia—y un poderoso
foco se encendió, iluminando el recinto.
Entonces oí aquellos gemidos y pude ver
docenas de otros niños, atrapados en el mismo tejido.
Era —realmente— una enorme tela de araña
que abarcaba de arriba a abajo y de costado a costado, el gran sótano que yo
había supuesto un pozo.
Apoyada sobre la abertura por la que
había caído, una escalerilla que llegaba hasta el piso del sótano.
Por allí empezó a descender —unos
segundos después— el Manga.
Todos los niños gritamos,
desesperados. La música había vuelto a sonar al máximo de su potencia,
mientras el hombrecito descendía lentamente...
Nos miraba con una fascinación que le
hacía brillar los ojos. Sonreía.
Las criaturas seguíamos gritando y la
música aturdiendo, cuando los pies del Manga tocaron el suelo.
No sabíamos que nos estaban reservados
momentos aún más angustiosos que los vividos hasta entonces.
No bien bajó, el Manga nos dedicó una
última mirada humana antes de empezar a contorsionarse, a medida que su piel
se iba cubriendo de una suerte de felpa amarronada.
El horror —sumado al asombro por la
escena que presenciábamos— me fue dejando mudo.
Ni un grito ya cuando una araña de
las dimensiones del hombrecito tomó su propio lugar en el espacio.
Sentí que perdía el sentido: el
impresionante bicho se movilizaba hacia uno de los niños que tenía más próximo.
Todas las imágenes giraron en mi mente,
se desvanecieron y ya no recuerdo otra cosa de aquella vez.
Cuando volví a abrir los ojos,
estaba en mi dormitorio. Mi familia me rodeaba.
Me dijeron que me despertaba tras haber sufrido
una pesadilla.
Yo sabía que no era cierto, pero
el pánico por lo vivido todavía obraba sus efectos y —aunque probé hacerlo— no
pude hablar, y como una pesadilla fingí que continuaba tomando lo sucedido
durante la semana que duró mi total recuperación de "una fiebre rara que
se te declaró de golpe", según me contaban mis hermanos.
Aunque trataban de disimularlo, estaban
muy perturbados. Como mi mamá. Como mi padre.
Dejé —entonces— que creyeran que me
habían convencido del inventado final que le habían dado a mi aventura.
—Si lo que me ocurrió formara parte de
un "cuento de verdad" —pensaba yo— sería uno de esos que tanto me
disgustan, en los que el protagonista se despierta después de que el autor
hizo suponer como real lo que —en resumidas cuentas— ha sido sólo un sueño.
Recién el día anterior a mi retorno a la
escuela y al contacto con mis amigos —ambos abruptamente interrumpidos— mi
madre me reveló todo lo acontecido (mejor dicho, la mitad que ella conocía).
Estos fueron —en síntesis— sus comentarios:
—Ahora que ya estás bien y vas a
reencontrarte con tus compañeros, es preciso que sepas la verdad. No sé lo que
viste, porque cuando te rescatamos estabas desmayado. Por desdicha —hijo— estuviste
prisionero en la casa del Manga, al igual que muchas criaturas de esta villa.
Glenda nos condujo hasta allí a tu padre y a mí, junto con un montón de otras
personas.
Al regresar al almacén y no encontrarte,
soltamos la perra y ella se lanzó a una alocada carrera. Así nos guió. Ya había
llamado la atención de los vecinos con sus alaridos. Nos dijeron que hacía más
de tres cuartos de hora que ladraba y que no hallaban modo de calmarla. Fue
fácil localizar la vivienda del Manga, gracias a su olfato. Por suerte,
llegamos a tiempo para rescatarlos todos de esas enormes telas en las que
estaban atrapados. Algunos tan débiles...
Tiemblo al evocarla: Encontramos una
araña gigantesca. La infeliz no sabía qué hacer cuando irrumpimos en el
sótano. Trató de escapar trepando por su tela, hasta casi ocultarse entre las
vigas del techo, lo más escondida que pudo.
Inútil. No fue complicado ubicarla
debido a sus grandes dimensiones.
Más tarde, fue capturada —sin oponer
resistencia— por un grupo especializado.
Se la llevaron para estudiarla; no se
tienen noticias de un ejemplar así...
Sin embargo, no llegaron a demasiadas
conclusiones... La araña murió a las pocas horas, dentro de la amplia vitrina
en la que había sido confinada.
Antes se había enroscado, de forma tal
que parecía que se iba devorando a sí misma.
Y parecía correctamente. Los científicos
no logran explicarse el fenómeno.
De ella sólo quedó una especie de
cascarilla y algunas pelusas amarronadas que fueron enviadas aun centro de
estudios internacional.
—¡Era el Manga, mami! ¡Era el Manga!
—exclamé entonces.
—¿El Manga? —dijo mi madre,
sorprendida—. ¿Qué ocurrencias son esas? ¿Quién sabe a dónde huyó ese condenado
enfermo... ¡Criar una araña gigantesca...! ¡Aterrorizar de ese modo a los chicos...!
¡Qué perverso, Dios! Pero ya caerá en las redes de la policía. Es intensamente
buscado.
Y por más que le repetí —hasta el
cansancio— el relato de la transformación, opinó que eso era imposible.
A los otros chicos les sucedió lo mismo
con sus mayores.
—¡Era el Manga! —repetimos, de
tanto en tanto— los niños (hoy adultos) que sobrevivimos aquel horror cuando
—de tanto en tanto— les relatamos la historia a nuestros hijos o a los de
nuestros amigos, respondiendo a sus pedidos de "un cuento de miedo".
Sí. No nos queda otra alternativa que narrarlo así, como un cuento. Como éste,
por ejemplo.
(A veces, me parece que las criaturas se
compadecen de nuestra necesidad de que nos crean y suelen decir, con
seguridad: ¡Claro que era el Manga!, como si no dudaran de nuestras palabras,
mientras suspiran —aliviados—al saber que se devoró a sí mismo.
Nosotros también.)
Casi todos los pueblos encierran en su
historia hechos extraordinarios, inexplicables, de esos que —con el correr de
los años— van transmitiéndose de padres a hijos, de hijos a nietos, como si no
hubiesen sucedido realmente, como si fueran cuentos fantásticos.
Casi todos los pueblos guardan en su
memoria incluso lo que no les gusta recordar.
Maladonny también. Y fue un ocasional
compañero de viaje en un tren londinense, el que me refirió este episodio que
ahora voy a contarte como si no hubiera sucedido realmente, como si fuera un
cuento fantástico...
Timothy Orwell era un muchacho de trece
años parecidos a los de cualquier otro muchacho. Vivía con sus padres; Cecil
—su hermana veinteañera— y sus tíos Wanda y Oliver, en una casona de los
suburbios de Maladonny.
Iba a la escuela; durante los fines de
semana practicaba rugby en un club próximo a su domicilio y tocaba el saxo
toda vez que podía, especialmente en los cumpleaños de sus amigos.
Ah, también le encantaba jugar
inacabables partidas de ajedrez con Allyson, una de sus compañeras de curso,
aunque —habitualmente— ella le ganara. ¡Es que a Timothy le resultaba
dificilísimo concentrarse en el juego, silenciosamente enamorado como estaba
de esa jovencita!
Como verás, nada sorprendente hasta este
punto de mi relato.
Pero continúa. Lamentablemente,
continúa.
Una tarde —a la salida de la escuela y
durante la caminata hacia su casa— Timothy Orwell se cruzó con el matrimonio
Brown, viejos vecinos de Maladonny.
Los vecinos no respondieron al cordial
saludo de Timothy. Se limitaron a mirarlo como si fuera la primera vez. en sus
vidas que veían al hijo menor de los Orwell y siguieron su andar, sin prestarle
demasiada atención.
—Raro — pensó Tim, pero no le dio
demasiada importancia.
—Si algún vecino no responde a tu
saludo, no supongas que te tiene ojeriza —le había dicho su madre, una vez—.
Seguramente, se debe a que está muy encerrado en sus propios pensamientos. No
hay que preocuparse por eso. Vaya a saberse qué problema puede estar
distrayéndolo...
Por lo que Tim conocía con respecto a
los Brown, los viejos esposos tenían bastantes problemas. De salud, de
soledad, económicos...
El muchacho prosiguió su marcha.
Unos minutos después, la señora Farrell
con sus dos hijos se le aparecía en la dirección contraria. Varios metros
detrás, las hermanas O'Hara y —atravesando la calle como si fuera a su
encuentro— el pastor Johnson.
Generalmente, Tim se encontraba —por
casualidad— con aquellos vecinos cuando volvía de la escuela y coincidía con
ellos en el horario de su caminata: la señora Farrell llevaba a sus hijos a
coro; las hermanas O'Hara hacían las compras y para el pastor Johnson era la
hora de reunión diaria con un grupo de feligreses.
—Buenas tardes, señora.
—Buenas tardes, señoritas.
—Buenas tardes, reverendo.
Tim saludó a todos como de
costumbre, a medida que se los iba cruzando en la vereda.
El muchacho empezó a inquietarse cuando
—tras haber saludado al pastor Johnson— éste tampoco demostró reconocerlo, lo
mismo que los demás momentos antes.
Tim se dio vuelta y —después de
contemplarlo unos instantes, desconcertado— le corrió detrás, llamándolo.
—¡Pastor Johnson! ¡Pastor Johnson!
El past or
se detuvo y se volvió hacia Timothy. Fue con un movimiento de cejas como
contestó el llamado, al arquearlas. Con esa manera muda con que —a veces— se
pregunta al otro:
—¿Qué desea?
Tim se le acercó, de sonrisa y mano
extendida. El hombre se la estrechó y le dijo:
—Bien, gracias —a la pregunta del muchacho
acerca de qué tal estaba, pero mirándolo como a un extraño del que no se logra
recordar el nombre ni el rostro siquiera. De inmediato, lo interrogó:
—¿En qué puedo servirte?
—Pero, reverendo, ¿cómo es posible que
no me reconozca? ¡Soy Timothy Orwell, de aquí, de Malladonny! Desde chiquito
que todos los domingos voy al oficio religioso con mi familia... a su templo...
y...
—Lo lamento, muchacho, pero estarás
confundido. Yo jamás te vi antes en nuestro pueblo. Y ahora... Estoy
apurado, ¿eh?
El pastor controló la hora en su pequeño
reloj —que le colgaba de una cadena— la comparó con la que señalaba el enorme
de la torre cercana y se despidió del muchacho sin hacer ningún otro comentario.
Tim se quedó perplejo. ¿Qué estaba sucediendo?
Nervioso, recorrió —a la carrerita— la
cuadra que aún lo separaba de su domicilio. Estaba ansioso por contarle a
su madre todo ese episodio del desconocimiento de los demás, que lo había tenido
por involuntario protagonista. ¿Se habría desatado una epidemia de falta de memoria
en Maladonny?
Al llegar a la puerta de su casa suspiró
aliviado. Enseguida, tocó el timbre.
Le extrañó no oír los ladridos de Tony y
Zara a modo de bienvenida.
Pulsó nuevamente el timbre y
—nuevamente— el silencio. Recién cuando apretó su dedo al timbre —decidido a no
soltarlo hasta que alguien respondiera a su llamado— una voz le respondió.
Era una voz femenina que Tim no conocía:
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Tanto
timbrazo!
Rápidamente, la puerta de la casa se
abrió y una mujer que Tim no había visto nunca salió a recibirlo.
—¡No hacía falta tanto timbrazo! ¿Qué
pasa, jovencito?
La puerta entreabierta permitió que
parte del amplio hall de entrada quedara al descubierto.
Al borde del llanto, Tim observó
—entonces— que ni los muebles ni los cuadros ni los sillones ni. las cortinas
eran los de su casa.
—¿Quién es usted, señora? ¿Dónde está mi
familia? ¿Qué sucedió? ¿Y mis perros? ¿Quién es usted? ¿QUIÉN ES USTED?— se
puso a gritar, entonces, a la par que la mujer intentaba sujetarlo para que no
entrara a la casa, enloquecido como parecía.
—¿En? ¿Qué significa este ataque?
¡Charlie! —llamó entonces.
La mujer parecía muy asustada.
Enseguida, un hombre tan extraño para
Tim como aquella mujer, estuvo a su lado.
En un momento, sujetó con fuerza al
muchacho mientras le decía:
—Calma, tranquilo, ¿qué te está pasando?
Ante semejante griterío, algunas
personas salieron de las casas linderas.
Tim reconoció a sus vecinos de siempre.
—¡Señora Molly! ¡Señor Peter! IMickey!
—exclamó entonces, desesperado—. Esta gente... ¿Dónde está mi familia, señor
Peter? ¡Ayúdeme, señora Molly, por favor!¡Mickey! ¿No te das cuenta de que soy
yo, tu amigo Timothy?
Los tres vecinos lo contemplaban con la
misma extrañeza que la gente que había encontrado viviendo en su propia casa.
Desconcertados.
El señor Peter se le acercó y le
informó:
—Estás en la calle Rochester 127,
querido —como si estuviera convencido de que el muchacho había equivocado la
dirección.
—Esta es la residencia de la
familia Saxon ——agregó la señora Molly.
—¿De dónde llegaste? ¿De Irlanda? ¿Cuál
es tu nombre? —le preguntó Mickey.
Ni la señora Molly, ni su esposo ni el
grandulote de su hijo admitían conocerlo.
El colmo: el perro de los vecinos se
escapó del jardín y se le aproximó ladrándole y gruñéndole. Le mostraba los dientes,
circulando a su alrededor de forma amenazadora y fue inútil que Tim tratara de
acariciarlo, como solía hacerlo.
El muchacho se estremeció.
—Habrá que avisar a la policía, Charlie.
Este muchacho estará extraviado.
—Y muy perturbado, lógicamente. ¿O
tendrá amnesia?
—Vamos, querido, te voy a dar una taza
de té bien caliente mientras llega la policía.
Y la señora que ahora ocupaba la casa de
Timothy como si fuera la dueña, lo tomó de un brazo con la intención de
conducirlo al interior de la vivienda.
El muchacho volvió en sí en la sala de
un hospital.
Estaba sujeto a la cama con unos
cinturones especiales y una mano le acariciaba el pelo con ternura: vestida
como una enfermera, su hermana.
Tim creyó que volvería a desmayarse.
—¡Cecil! ¡Cecil! —pero la garganta se le
quebró. Las lágrimas no le permitieron ver casi nada durante un rato.
Aún seguía llorando, reconfortado por
aquellas caricias cuando la joven le dijo:
—Me llamo Amy y soy tu enfermera. Yo voy
a cuidarte mucho, hasta que te restablezcas, al igual que Randolph y Melanie
que también son enfermeros.
Y la tal Amy le señaló una pareja
uniformada de blanco, como ella misma.
¡Oh, Dios! Esa pesadilla de ojos
abiertos parecía no tener fin: ¡Eran sus tíos Wanda y Oliver los que lo
contemplaban —sonrientes— mientras se acercaban a su lecho, acomodaban el
suero, preparaban algunos medicamentos sobre su mesa de luz, escribían en
unas planillas...
—¡Cecil! ¡Tío! ¡Tía Wanda! ¡SoyTimothy!
¡SoyTim! ¿No me reconocen? ¿Por qué no me reconocen? ¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro!
¡Socorro! ¡Mamá!, ¿dónde estás? ¡Socorro!
—Doctor Bronson, doctora Caldwell,
urgente a la habitación ciento uno, por favor— y Cecil/Amy pulsó una botonera
y habló, en reclamo de auxilio para Tim.
—Doctor Bronson, doctora Caldwell, el
paciente de la ciento uno ha tenido un nuevo brote de locura. Urgente a la
ciento uno, por favor.
Recién entonces —y en mitad de sus
gritos— Tim advirtió que estaba internado en un hospicio.
Timothy Orwell permaneció cuarenta años
confinado en ese establecimiento de salud mental, tiempo durante el cual fue
amorosamente atendido por el doctor Bronson y la doctora Caldwell hasta que
éstos murieron.
—El doctor Bronson y la doctora
Caldwell... Mi padre y mi madre... Eran mi padre y madre, ¿se da cuenta?,
aunque jamás lo admitieron... Fue tortuoso... me reveló mi ocasional compañero
de viaje cuando aquel tren londinense llegaba a destino y ya nos preparábamos
para bajar.
Yo había viajado hasta allí para
disfrutar de una beca de estudios en la Universidad local. Un año de estadía en
ese paraje, con todos los gastos pasos.
No había elegido el lugar; me había
tocado en un sorteo que se había realizado entre cientos de estudiantes
avenimos destinados —todos— a distintos países, a diferentes ciudades según la
materia que deseábamos perfeccionar. La mía era "Literatura
Fantástica".
—El doctor Bronson y la doctora
Caldwell... Eran mis padres, ¡mis padres! ¿Puede sentir lo que eso significaría
para mí?—seguía contándome mi compañero de viaje.
Me estremecí. Recién entonces comprendí
todo:
—Entonces... usted es...
No tuve valor para completar la frase.
—Sí— me respondió, mientras aprestaba su
equipaje—. Yo soy aquél Timothy Orwell...
Me dieron el alta porque —después de
cuarenta años— ya muertos mis tíos, mis padres y mi hermana— y con los que
—durante todo este tiempo— me hicieron mantener la relación de paciente incurable,
acepté la versión oficial de los hechos y no volví a insistir en que yo soy
quien soy...
—¿Pero qué es lo que —en verdad— sucedió
en este pueblo... y allí, en ese siniestro hospicio? ¿Cómo es posible que toda
una comunidad se transforme así, de la noche a la mañana? ¿Cómo es posible
tanta complicidad? ¿Y qué piensa hacer ahora? ¿Para qué regresa a este
infierno? —le pregunté, alterada y desordenadamente, a medida que descendíamos
en la estación de Maladonny y el sentío nos empujaba hacia la salida.
—¿Para qué regresa a este infierno?
No escuché su respuesta, si es que la
hubo. De repente, lo perdí de vista entre la multitud. Fue entonces cuando
decidí que —por las dudas— nunca visitaría Maladonny.
Esperé el tren siguiente —sin moverme de
la estación— y retorné a Londres esa misma noche. Y esa misma noche —en el
cuarto de mi hotel—escribí la parte principal de este texto que —indudablemente—
irá a parar a alguna antología de cuentos fantásticos, aunque la
realidad pueda superar —en espanto— la más delirante de las fantasías.
Rechacé la beca.
A los dos días, retorné a mi país.
Durante el vuelo de vuelta a Buenos
Aires; me entretuve jugando —mentalmente— con refranes, al inventarles
versiones distintas de las originales.
Mi avión ya carreteaba sobre la pista
del aeropuerto de Ezeiza cuando pensé:
"Más vale infierno conocido... que
infierno por conocer."
Era diciembre de 1978.
1) DONDE SE CUENTA
LA HISTORIA
DE LA LUCHA ENTRE
LOS TAIRA Y LOS MINAMOTO.
Hace mucho, mucho tiempo —tanto
como ochocientos años— existían en Japón dos poderosas familias aristocráticas
y militares, dos clanes guerreros rivales. Los dos se consideraban muy importantes,
porque decían que eran descendientes de antiguos emperadores. Los dos se
llevaban como perro y gato, ya que ambos querían dominar —por su cuenta— todas
y cada una de las distintas zonas japonesas.
Uno de estos clanes, respondía al nombre
de "Los Taira" y eran muy bravos.
El otro, se conocía como "Los
Minamoto" y también eran muy bravos.
Ambos protegían un principito al que
consideraban como el único y verdadero descendiente de los dioses y del que
aseguraban que —cuando creciera— sería el emperador de Japón.
Los Taira y los Minamoto se lo pasaban
luchando por el poder y sus luchas.eran tremendas, pero ninguna tanto como la
que —finalmente— ocurrió alrededor de ocho siglos atrás y que se recuerda como
la batalla de Dan-No-Ura porque sucedió en un lugar denominado así y que
quedaba en un estrecho del mar, cerca de una zona de hermosas playas.
La batalla de Dan-No-Ura fue terrible, y
si bien los Taira eran bravísimos, los Minamoto lo fueron más. Entonces —como
en las guerras suelen resultar vencedores los más fieros— ganaron los Minamoto.
Los Taira lo perdieron —allí— todo. No
sólo murieron en Dan-No-Ura sus largos sueños de poder sino también sus
guerreros, sus mujeres, sus niños y hasta su pequeño principito. Las aguas del
mar se los tragaron sin piedad y —a partir de entonces— de todos ellos sólo
quedó el recuerdo en los cánticos y recitados populares
2) DONDE SE
CUENTA EL EMBRUJO DE LOS TAIRA.
Como habían muerto con extremo
dolor y furia debido a su derrota, las almas de los Taira no lograban descansar
en paz.
La zona del mar donde se había producido
su última lucha —así como las playas de las cercanías—quedaron embrujadas.
Cuentan que vagaban por allí los
espíritus perdedores y que se oían gritos y clamores de batalla que provenían
del mar. Pocos lugareños se animaban a internarse en aquellas aguas, ya que
las ánimas trataban de ahogar a los nadadores y de hundir los barcos. Subían
entre las olas de pronto, durante las noches, cuando más oscuras, mejor.
También era durante esas noches cuando
podían verse fuegos fantasmagóricos, no sólo a lo largo de la costa sino
—también— sobre el oleaje. "Fuegos de los demonios", les decían los
campesinos.
Nadie sabía qué hacer para que las
torturadas almas de los Taira hallaran la paz.
3) DONDE SE
CUENTA POR QUÉ SE CONSTRUYÓ EL TEMPLO DE AMIDAYI
Un día, la gente del lugar
empezó a pensar en que —acaso— si se construía un templo donde desarrollar
servicios religiosos especialmente dedicados a rezar por el alma de los Taira,
estas almas podrían encontrar la paz.
Pero el templo debía de ser erigido muy
cerca de la zona a donde aquellos hechos trágicos habían ocurrido. De lo
contrario —opinaban— no tendría ningún efecto sobre los enfurecidos espíritus.
Así fue como se eligió Akamagaseki como
sitio ideal para edificar el templo, el que pudo construirse gracias a las
donaciones de casi toda la comunidad local.
El templo era budista y se lo llamó Amidayi, del mismo modo que las
iglesias y otros lugares de congregación de fieles creyentes de distintas religiones
también llevan —cada cual— su propio nombre.
Junto al templo —y también cerca de la
playa— se instaló un cementerio consagrado a la memoria de los Taira. Allí se
ubicaron tumbas, lápidas y monumentos donde podían leerse todos los nombres de
aquellos desdichados: desde el del pequeño principito ahogado, hasta el del
último de sus vasallos que había corrido el mismo fin.
Ya tenían —entonces— un lugar donde pedir
por el descanso de sus almas y así lo hacían los lugareños —regularmente—
mediante sentidos servicios religiosos. Dicen que —a partir de la construcción
del templo y del cementerio— los espíritus de los Taira parecieron hallar un
poco de serenidad.
Apenas un poco, porque lo cierto era que
—de tanto en tanto— reaparecían para perturbar a los vivos. Eso demostraba —a
las claras— que no habían alcanzado totalmente la paz.
4) DONDE SE CUENTA LA PRIMERA PARTE DE
LA HISTORIA DE JOICHI, EL ARTISTA CIEGO.
Muchísimo tiempo después de los
hechos que hasta aquí se han narrado, nació en Akamagaseki un niño ciego al que
llamaron Joichi.
A pesar de su discapacidad, Joichi fue
haciéndose muy famoso a medida que crecía.
¿Por qué? Pues por su enorme talento
para tocar el biwa y para recitar y cantar —a la manera de
los juglares— algunos episodios históricos que habían conmovido a sus hermanos
de raza.
Joichi era apenas un muchacho aún
cuando ya había superado —como artista— a sus propios maestros.
De entre la vasta materia que la
historia proveía a su arte, era especialmente su interpretación de los
sucesos ocurridos entre los clanes de los Taira y los Minamoto lo que a él más
le atraía, lo que más le solicitaba la gente y lo que más emocionaba a
todos los públicos.
Joichi —como la mayoría de estos
artistas ambulantes— era muy, muy pobre al principio de su carrera.
Afortunadamente, encontró un excelente
amigo en el bonzo del templo Amidayi.
Este sacerdote —al que le encantaba la
música y la poesía— le tenía profundo afecto y admiración al joven ciego.
Tanto, que un día le propuso que se quedara a vivir en el templo, al igual
maravillado por su talento que conmovido por su pobreza.
Muy agradecido, Joichi aceptó el
ofrecimiento y se fue a vivir a una habitación que quedaba dentro
del edificio del templo.
A cambio de techo y comida, el ciego
deleitaba al sacerdote —de vez en cuando— con sus bellas interpretaciones
musicales.
5) DONDE SE
CUENTA COMO JOICHI
COMIENZA A
VIVIR UNA EXTRAÑA AVENTURA.
Una calurosa noche de verano, Joichi
abandonó su habitación en procura de refrescarse un poco al aire libre, en la
terraza que se abría frente a su dormitorio. Esta terraza daba al jardín y los
tres (dormitorio, terraza y jardín) estaban ubicados en la parte posterior del
templo.
El muchacho se había quedado solo por
unas horas. El sacerdote y su ayudante —tal como un monaguillo— se encontraban
en una casa de las proximidades, oficiando un servicio religioso a un vecino
que acababa de morir.
Para acompañar su soledad, Joichi tomó
su biwa y comenzó a tocar.
Ya era pasada la medianoche
cuando el ciego continuaba entretenido con su instrumento y el sacerdote no
regresaba.
Pero hacía tanto calor aún que Joichi
prefirió permanecer allí afuera, esperando el retorno de su amigo.
Al rato, oyó unos pasos que atravesaban
el jardín, se acercaban a la terraza y se detenían justo frente a él.
Obviamente, los oídos de Joichi podían
percibir —a la perfección— infinidad de matices, de diferencias en los
sonidos: esos no eran los pasos del sacerdote.
Una voz masculina y cavernosa pronunció
—entonces— su nombre:
—¡Joichi!
Lo hizo de una manera muy autoritaria,
prepotente, como la de alguien que está acostumbrado a mandar.
En aquella época, ese modo de dirigirse
a otro era propio de los samurais cuando debían hablarle a alguien que
consideraban subordinado, de inferior jerarquía. Por eso, Joichi estaba desconcertado
y no atinaba a responder.
¿Quién sería ese hombre? ¿Y para qué
querría hablar con él? ¿Y por qué a esas horas?
La voz volvió a sonar de forma
amenazadora:
—¡Joichi!
Muy asustado por aquel tono, el muchacho
dijo:
—Sí, soy yo, pero no puedo verlo. Soy
ciego. No sé quién es usted.
Con apenas un toquecito de gentileza, la
voz le anunció entonces:
—No tengas miedo. No hay nada que temer.
Mi Señor —una persona de altísimo linaje— me ha enviado con un mensaje para
ti. Ha venido a pasar unos días en Akamagaseki con gran cantidad de nobles a su
servicio. Su visita a esta zona se debe a que mi Señor ansiaba ver el escenario
de la famosa batalla de Dan-No-Ura. Así lo hizo hoy y —como por allí— le
contaron maravillas acerca de tu talento para recitar e interpretar con tu biwa
la historia de esa batalla, desea escucharte.
Por lo tanto, toma tu instrumento y ven
conmigo de inmediato. En la casa de mi Señor te están aguardando, reunidos en
una majestuosa asamblea.
En aquella época, nadie se atrevía a
desobedecer la orden de un samurai, por más absurda o arbitraria que fuese, de
modo que Joichi se calzó sus ojotas, cargó su biwa y se marchó con ese extraño.
El hombre lo llevaba de una mano,
guiándolo con habilidad aunque lo hacía caminar con demasiada prisa.
Por el tacto, Joichi notó que esa mano
que lo conducía tenía un guante de hierro y —debido a ciertos ruiditos
metálicos como "clin-clan-clinch-clin-clan", dedujo que usaba una
armadura.
A medida que caminaban, Joichi fue
perdiendo el miedo y empezó a pensar que —en realidad— tenía mucha suerte: ¡un
personaje tan importante deseaba escucharlo a él, especialmente a él!
Al fin, la caminata concluyó:
El samurai se detuvo frente a lo que le
dijo a Joichi que se trataba de una gran puerta.
Gracias a su sentido de orientación,
Joichi había podido darse cuenta —más o menos— en qué parte del pueblo se
encontraban. Por eso, se sorprendió ya que no recordaba —por esa zona— ninguna
otra gran puerta que no fuera la del templo Amidayi.
¿A dónde lo habrían conducido?
6) DONDE SE
CUENTA UNA MARAVILLOSA ACTUACIÓN
DE JOICHI ANTE
MUY MISTERIOSO AUDITORIO.
A una orden del samurai, Joichi
oyó que una gran puerta era abierta.
Enseguida, los dos pasaron a un jardín,
lo atravesaron y pronto se encontraron a la entrada de lo que el ciego imaginó
como un enorme salón.
El samurai anunció:
—¡He traído a Joichi!
El muchacho oyó —entonces— ruidos de
pies deslizándose de aquí para allá, de puertas corredizas que se abrían y se
cerraban y murmullos de voces.
De todos modos, no lograba imaginar en
dónde se encontraba.
Alguien lo ayudó a subir una escalinata
de piedra y lo invitó a dejar sus ojotas en el último peldaño.
A partir de ahí, fue guiado a través de
lo que a él se le antojó un laberinto de pilares y columnas y luego sobre un
extendido tramo de pulidos pisos, hasta que —finalmente— lo ubicaron sobre un
almohadón.
Joichi supuso que se hallaba en el
centro de una amplísima sala y pensó que allí se estaba reunida gente muy
importante, dado que podía oír el roce de las sedas de los kimonos y el
cuchicheo típico del habla aristocrática.
Una voz femenina le indicó entonces:
—Mi Señor le pide que recite —ahora— la
historia de los Taira, con acompañamiento del biwa.
Joichi replicó:
—Le ruego a su Señor me señale qué parte
de la historia prefiere que yo interprete en esta oportunidad. El recital
entero me llevaría varias noches. Como el Señor sabrá, la historia es muy
larga...
La mujer informó:
—Recite el fragmento de la batalla de
Dan-No-Ura.
Entonces, el ciego cantó el fragmento
que le habían solicitado.
Lo hizo maravillosamente. Su bella voz
se elevaba clara y profunda. Imitaba a la perfección el rugido de las olas, el
desplazamiento de los barcos, los gritos y lamentos de los guerreros, el sonido
de las flechas y del entrechocar de los escudos.
Durante los breves intervalos, Joichi
escuchaba —halagadísimo— los comentarios que su interpretación merecía en los
presentes:
—¡Es un artista brillante! ¡No
existe otro igual en todo el imperio!
Cuando —por fin— le tocó el turno de
referir la muerte de las mujeres y de los niños y la del pequeño principito
protegido por los Taira —ahogado también en el mar en brazos de su nodriza—
toda la audiencia dejó escapar un prolongado e impresionante gemido de angustia
y empezó a sollozar.
Durante algunos instantes, continuaron
los sollozos tras haber escuchado la terrible suerte corrida por los Taira.
Fueron apagándose muy lentamente.
Entonces, Joichi volvió a escuchar la
voz femenina que ya conocía, diciéndole:
—Mi Señor se complace en comunicarle que
le dará una valiosa recompensa, pero siempre que usted prometa aceptar dos
condiciones.
—Sí; ¿cuáles?
—La primera condición: que vuelva a
tocar aquí, a esta misma hora, durante las seis noches siguientes. Mi Señor
regresará a su casa, después de escucharlo por última vez.
Mañana irá a buscarlo quien lo trajo
hoy.
La segunda condición: que no debe
contarle a nadie acerca de sus visitas a este lugar, mientras mi Señor
permanezca en Akamagaseki. Él está viajando de incógnito porque no desea que
lo molesten. Vino sólo de paseo, a conocer personalmente el sitio de la
batalla de Dan-No-Ura y a descansar.
¿Comprende? ¿Acepta las dos condiciones?
—Sí, sí, por supuesto.
—Bien. Ahora puede retornar a su templo.
Y Joichi desandó —entonces— todo el trayecto
que había recorrido—antes, guiado por el mismo caballero de la mano de hierro.
Este lo dejó en la terraza, frente a su
dormitorio y se alejó, tras una formal despedida.
Ya amanecía. En el templo, nadie había
notado su ausencia.
7) DONDE SE
CUENTA CÓMO JOICHI
ES HALLADO EN EL CEMENTERIO.
Tal como había prometido, Joichi no
confió a ninguno lo que le había sucedido.
Esa medianoche, volvió a salir del
templo guiado por el samurai.
Repitió su exitosa actuación en el mismo
lugar del día anterior y —tal como el día anterior— regresó al templo cerca de
la madrugada.
Pero en esta ocasión se halló con la
sorpresa de que el sacerdote había descubierto su ausencia nocturna, porque a
la mañana lo hizo llamar para decirle:
—¿Dónde estuviste, Joichi? Nos preocupamos
mucho cuando —por casualidad— advertimos que no te encontrabas en el templo.
Siendo ciego como eres, no es prudente andar solo por ahí, tan tarde. No
entiendo por qué no me avisaste que tenías que salir. Algún sirviente te
hubiera acompañado con gusto. ¿Puedo saber a dónde fuiste?
A Joichi no se le ocurría qué decir. No
quería mentirle a su querido amigo, pero tampoco deseaba quebrar su promesa.
Entonces, sólo atinó a pedirle disculpas por haberlo inquietado y por su
silencio.
—Le ruego que me perdone si no le cuento
a dónde fui. Se trataba de un asunto muy personal, muy privado, que no podía
postergar para otra hora y del que no deseo hablar. Perdóneme, por favor.
Perdóneme.
El sacerdote no le hizo más preguntas,
pero ahora se sentía más preocupado que antes. Sin dudas, algo extraño le
estaba pasando a Joichi. ¿Lo habría embrujado algún espíritu del mal?
—Sin que él se dé cuenta —les ordenó,
más tarde, a dos de sus sirvientes— vigilen a Joichi. Y si esta noche vuelve a
salir del templo, lo siguen.
Pero esa noche llovió torrencialmente y
aunque los servidores trataron de seguir al muchacho cuando lo vieron
abandonar el templo, pronto lo perdieron de vista en la oscuridad de las
calles.
—¡Qué raro! —se decían—. ¿Cómo pudo
desplazarse tan rápido, ciego como es y en medio de esta tormenta?
Ya regresaban al templo por el
camino de la playa, cuando los dos se sobresaltaron al oír el sonido de un
biwa. No por el sonido del instrumento, claro, sino porque alguien lo estaba
tocando dentro del cementerio.
Los dos hombres se dieron coraje
mutuamente y se dirigieron hacia allí.
Entonces, con la luz de sus linternas
lograron ubicar al ejecutante.
Increíble lo que vieron y oyeron—,
Joichi estaba sentado frente a una lápida, en la más absoluta soledad y bajo la
lluvia. Entonaba —a toda voz— el fragmento de la batalla de Dan-No-Ura,
mientras hacía resonar su biwa casi furiosamente.
Alrededor del muchacho y sobre todas las
tumbas, los fuegos fatuos brillaban como nunca. Pasmados, los sirvientes se
fueron aproximando a Joichi muy sigilosamente.
Cuando estuvieron a su lado, vieron que
la lápida frente a la que el ciego estaba actuando era la erigida en
memoria del desdichado principito protegido por los Taira.
Los fuegos de los muertos ardían sin
cesar.
La lluvia caía ahora con más fuerza.
Joichi proseguía cantando y tocando su
biwa, como poseído por una energía sobrenatural. Los relámpagos iluminaban
—fugazmente— la escena.
Estremecidos, los dos hombres empezaron
a gritarle:
—¡Joichi! ¡Vamonos de aquí, Joichi! ¡Estás
embrujado!
8) DONDE SE
CUENTA CÓMO EL
SACERDOTE
INTENTA SALVAR LA VIDA DE JOICHI.
Durante un rato, los sirvientes
permanecieron junto al ciego, llamándolo inútilmente
Joichi no los oía y seguía cantando y
tocando como alucinado.
Finalmente, se animaron a zamarrearlo, a
gritarle en el oído, a tratar de arrebatarle su biwa.
Recién entonces fue cuando Joichi
pareció advertir su presencia.
Indignado, enojadísimo, exclamó:
—¡Esto es intolerable! ¡Intolerable!
¿Cómo se permiten interrumpir mi actuación delante de tan majestuosa
concurrencia? ¿Cómo se atreven a entrar así a la casa de tan noble Señor como
lo es mi anfitrión?
Convencidos —ya— de que Joichi estaba
embrujado, los hombres lo tomaron —entonces— de las manos y de los pies y —a
la fuerza— lo cargaron para llevarlo de vuelta al templo.
Aún llovía.
El sacerdote los recibió con gran
preocupación, preocupación que fue aumentando a medida que se enteraba de lo
sucedido.
Ordenó que atendieran al muchacho.
Le pusieron ropas secas, le dieron de
comer, de beber, lo dejaron reposar un rato y —recién entonces— el sacerdote
decidió hablarle.
—Joichi, mi querido y pobre amigo;
necesito que me confieses todo lo que te pasa. Todo. Sin olvidar ningún
detalle. Temo que corres peligro.
Al escuchar la voz del sacerdote, tan
sinceramente conmovida, tan amable a pesar de que él no se había comportado
correctamente, Joichi no soportó más su secreto y se lo reveló. Entre sollozos.
—¡Ah, pobrecito! ¡Ya intuía yo que tu
vida está en peligro! ¿Por qué me ocultaste esta aventura tan extraña? Ay,
Joichi; lamento decirte que tu extraordinario talento es el que te ha colocado
en situación tan grave... Sé que te horrorizará saberlo pero es imprescindible
que lo sepas: durante estas tres noches no estuviste actuando en ninguna casa
sino en el cementerio... Y de allí te rescataron mis sirvientes hoy. Todo lo
que sentiste, todo lo que oíste mientras suponías estar con ilustres
personajes, debes considerarlo una ilusión. Recuerda, por favor: todo ha sido
una ilusión, excepto el llamado de los muertos...
Hijo: los muertos se desesperan —a
veces— por comunicarse con nosotros pero —por más desesperado que sea ese
pedido— no hay que escucharlo. Ellos intentan arrastrar a los vivos hacia su
infinita morada. Lamentablemente —prosiguió el sacerdote— ya les has obedecido
Y con una sola vez basta para que te tengan en su poder. Si vuelves a hacerles
caso —ahora que quebraste la promesa que les hiciste— te destruirán.
Sin embargo, sé cómo proceder para
protegerte. Existe un único modo y es escribir textos sagrados sobre tu
propia piel y sobre todo tu cuerpo. Porque tu cuerpo vivo es lo que se necesita
proteger con urgencia. Tu alma es muy bondadosa y sabrá ampararse a sí misma.
¿Me has entendido?
Así fue como —antes de que atardeciera—
el sacerdote y su ayudante desnudaron a Joichi y le indicaron que tuviera
paciencia ya que —durante un buen rato— deberían escribir sobre su cuerpo
aquellas palabras religiosas.
Enseguida, entintaron sus pinceles y
empezaron a trazar los signos de un texto sagrado sobre todas y cada una de las
partes de su cuerpo: sobre su cabeza rapada, sobre su cara, su cuello, sobre
pecho y espalda, piernas, brazos, manos, pies...
Cuando el trabajo ya estaba casi
concluido, el sacerdote les recordó que debía ir a ofrecer un servicio a una
casa de las inmediaciones.
Dejó a su ayudante —encargándole que
finalizara la escritura— y se despidió de Joichi, diciéndole:
—Me apena no poder quedarme contigo esta
noche, pero escucha atentamente mis recomendaciones y todo saldrá bien.
—Tal como lo hiciste ayer, antes
de ayer y antes de antes de ayer, deberás sentarte en tu terraza y esperar.
Pero —esta vez— completamente desnudo. Tu vestido es —ahora— el texto sagrado.
El samurai vendrá a buscarte y te llamará. No te muevas y no le contestes.
Quédate quieto, inmóvil. Pase lo que pase, no te muevas y no hables. Si cumples
con estas instrucciones, el grave peligro habrá pasado y tu vida volverá a ser
la de siempre. Ah, y no toques tu biwa. Limítate a colocarlo a tu lado.
¿Comprendido?
Muerto de miedo, Joichi dijo que sí con
la cabeza y se retiró a rezar.
9) DONDE SE
CUENTA EL SUPLICIO DE JOICHI.
Cerca del anochecer, Joichi se dispuso a
obrar de acuerdo con las instrucciones del sacerdote.
Se sentó en su terraza y se quedó tan
quieto como cuando meditaba; casi contenía la respiración.
El biwa, en el suelo, a su lado.
El pobrecito permaneció así durante casi
dos horas.
Al fin, oyó los temidos pasos del
fantasma del samurai que venía en su busca, a través del jardín.
En cuanto estuvo a unos nueve o diez
metros del ciego, rugió:
—¡Joichi! ¡Joichiii! ¡Jooooiiiichiiii!
Al no escuchar la respuesta del
muchacho, el samurai se desconcertó y dijo:
—No responde. ¿Dónde estará ese
condenado? ¡No puedo ser que falte a la cita!
Entonces, subió a la terraza y pronto
estuvo frente a Joichi. Se produjo un silencio terrible que duró algunos
minutos. El corazón del ciego galopaba.
De golpe, la voz del samurai volvió a
escucharse:
—¡De este maldito músico yo sólo veo sus
orejas! ¡No queda otra cosa de Joichi que su par de orejas!
Y —otra vez— el silencio, hasta que la
voz prepotente exclamó, casi en un alarido:
—¡Pues si del músico únicamente han
quedado sus orejas, estas orejas le llevaré yo a mi Señor, como prueba de que
he cumplido con su orden de venir a buscar a Joichi y que hice todo lo posible
para llevarlo, entero o no!
Ahí nomás, el ciego sintió que las manos
de hierro le agarraban las orejas, que se las tironeaban con fuerza, que
trataban de arrancárselas.
A pesar de su intenso dolor, Joichi no
dejó escapar ni siquiera un lamento. Se mordía los labios para aguantar esa
tortura.
Tras unos instantes de forcejeo, el
samurai logró su objetivo: las orejas de Joichi ya estaban listas para serle
llevadas a su Señor.
El muchacho contenía las lágrimas y el gran
sufrimiento físico mientras pensaba:
—¿En qué fallé? ¿Por qué me arrancó las
orejas? El bonzo no me dijo nada acerca de las orejas...
Enseguida, oyó los pasos del
samurai que se alejaban y aunque supuso que ya había abandonado el jardín, no
se animó a moverse. Ni siquiera se atrevió a tapar con sus manos las dos
heridas, de las que —fluía— tibia la sangre
10) DONDE SE
CUENTA POR QUÉ JOICHI
SE HACE FAMOSO
EN TODO JAPÓN.
Joichi aún seguía sentado en la terraza,
inmóvil y con la sangre que le empapaba los hombros, cuando el sacerdote
regresó al templo, dirigiéndose —con rapidez— hacia el cuarto del muchacho.
Cuando lo alumbró con su linterna, el
viejo religioso creyó que iba a desmayarse: ¿Cómo era posible? ¿Joichi tan
malherido?
Enseguida, estuvo a su lado y pronto se
enteró de lo sucedido.
Ahí fue cuando el anciano se puso a
sollozar a la par del pobre ciego, mientras le decía:
—¡Qué mala suerte, mi querido amigo! ¡Y
todo por mi culpa! No debías de sufrir el más mínimo daño pero... Te cuento...
No controlé la escritura de mi ayudante cuando tuve que salir... Confié demasiado
en él... Y —seguramente— olvidó pintarte los signos sagrados sobre las
orejas... ¡Es mi culpa! ¡Jamás podré perdonármelo! Pobrecito, mi amigo... Eras
invisible a los muertos... salvo por tus orejas.
Joichi comprendió —entonces— lo
que había pasado y fue él quien —a pesar de su dolencia— empezó a consolar al
sacerdote:
—Lo importante es que el pelero terminó,
que ya nunca más me buscarán los muertos... ¿No es verdad?
—No. Nunca más, Joichi; nunca más. Y me
reconforta que encares así esta desgracia. Tus heridas serán curadas y el
riesgo mortal ya no existe. ¿Te das cuenta del valor de las palabras sagradas,
a las que dedico mi existencia?
Poco tiempo después, Joichi
estaba físicamente recuperado.
Sus lastimaduras cicatrizaron.
Con la ayuda del sacerdote logró superar
sus pesares y —poco a poco— volvió a tocar el biwa y a cantar con toda
confianza, sin temor de convocar a los muertos.
Pero lo que no imaginaba era que
la tenebrosa aventura que lo había tenido como protagonista iba a difundirse
por todo el Japón.
La otra cara de la desgracia, la otra
cara "de la moneda" —como solemos decir— Pronto fue el artista más
famoso y apreciado. Muchos nobles viajaban —especialmente— a Akamagaseki para
disfrutar de su talento y así fue como —en poco tiempo— se convirtió en un
hombre rico.
Sin embargo, jamás abandonó su vivienda
en el templo Amidayi y contribuyó —con sus fabulosas ganancias— a auspiciar
cientos de servicios religiosos en memoria de los Taira y por la paz eterna de
sus almas.
Y cuentan que las buenas intenciones del
muchacho dieron su fruto porque nunca más —a partir de aquel episodio de las
orejas— volvieron a perturbar a los vivos.
Al fin descansaban en paz. Joichi los
amaba y mantenía vigente su recuerdo con sus maravillosas interpretaciones.
Y así llegamos al fin de la fantástica
historia de Joichi, quien —desde la época de su accidente— comenzó a ser
conocido como "Joichi, el desorejado".
Este libro concluye con páginas
espeluznantes, porque suma los
cuentos enumerados a
continuación:
CUANDO LOS PÁLIDOS VIENEN MARCHANDO
AQUEL CUADRO
HOMBRE DE NIEVE
MODELO XVZ—91
Apenas Felipe se enteró —al recibir la
carta aquella mañana—, telefoneó a su amigo Huberto:
—¡Me saqué la rifa de la exposición,
Huber! ¡La moto es nuestra!
"Nuestra", había dicho, y era
cierto, porque la amistad entre ambos los llevaba a compartirlo casi todo
desde la infancia. Con más razón, esa poderosa moto importada con la que los
dos habían soñado tanto.
Ni pensar en comprarla. Aun sumando los
ahorros de años no podrían haber llegado a reunir tamaña suma como la que se
necesitaba para adquirir semejante moto.
—¡Qué joya! —repetía Huber unos días
después, al contemplarla ubicada en el patiecito delantero de la casa de Felipe
mientras, mate va, mate viene, planificaban un viajecito para
"ablandarla".
El estreno había sido —como es de
suponer—dando mil vueltas a través de las calles del barrio, ante la admiración
de la muchachada.
Me parece que lo mejor será viajar hacia
Arenamares... (Felipe miraba un mapa de rutas en compañía de Huber).
—Son quinientos tres kilómetros. Podemos
hacer paradas en Villa Soltera, en Posta Luciérnaga, en...
—Pero por ese camino... ¡son como ciento
veinte kilómetros más, Felipe! —protestó Huber.
—Sí, pero estoy eligiendo las rutas
menos transitadas. Lo que perdemos en kilometraje lo ganamos en tranquilidad.
En esta época, medio mundo viaja hacia las playas. ¡Odio los embotellamientos!
Huber se puso a anotar la lista de
provisiones imprescindibles para aquel paseo de inauguración
"oficial" de "El Rayo", como habían bautizado a la moto
pegándole esas palabras con letras autoadhesivas y fosforescentes.
Al fin, todos los preparativos
estuvieron listos y los dos amigos partieron —una noche de viernes— rumbo a
Arenamares.
Estaban contentísimos.
Los primeros doscientos kilómetros los
recorrieron sin ningún tipo de inconvenientes. "El Rayo" marchaba a
la perfección. Eso lo animó a imprimirle mayor velocidad de la aconsejable
para un rodado "en ablande".
El aire fresco de la noche se
partía en serpentinas invisibles a su paso.
Estaban a punto de atravesar el puente
sobre el arroyo Lobuna cuando a Huber y Felipe les pareció que la moto echaba a
volar, que se despegaba del asfalto, que se convertía en un verdadero rayo
sobre la oscuridad y el silencio de aquel paisaje campesino.
Poco después —y bruscamente— la moto se
detuvo en mitad del puente y no encontraron forma de hacerla andar otra vez.
—¿Y ahora... qué? —se preguntaba Felipe,
contrariado.
—Esta ruta es la desolación total...
pero... ¿quién la eligió? — agregaba Huber, tratando de divisar inútilmente,
algún vehículo que se dirigiera en dirección a ellos.
Felipe sacó la guía de caminos y la
alumbró con su linterna.
—Estamos acá —dijo, señalando Arroyo
Lobuna en el plano—. Nos faltan como noventa kilómetros para llegar a Las
Acacias, el pueblo más cercano... Qué mala suerte...
—No nos queda otro remedio que esperar.
Tarde o temprano alguien va a pasar por este desierto, ¿no te parece, experto
en elección de caminos?
Huber bromeaba, pero lo cierto
era que se sentía un poco disgustado por haberse dejado convencer por Felipe
en cuanto a tomar por las rutas menos transitadas. Y Felipe lo advirtió:
—No es mi culpa que hayamos tenido un
desperfecto. ¿Quién iba a suponerlo, sabelotodo?
Al ratito, ambos se dispusieron a comer
unos sandwiches de las viandas que habían preparado.
No llegaron a hacerlo.
Apenas habían desenvuelto uno de los
paquetes cuando, del mismo lado de la ruta que habían dejado atrás tiempo
antes, se les apareció —de improviso— una Kombi blanca.
Llevaba los faros encendidos y el
interior iluminado.
En ese mismo momento, la luz de la luna
fue como un poderoso reflector que blanqueó la noche durante un instante.
Huber y Felipe se miraron —sorprendidos—
antes de que la negrura volviera a taparlo todo. Otra vez, sólo aquel punto de
luz que la Kombi encendía sobre la ruta, aproximándoseles lentamente.
—Qué raro —dijo Felipe—. Ese utilitario
no hace ningún ruido... Yo no oigo nada...
—Yo tampoco pero... ¿qué importa? Lo
bueno es que pronto vamos a salir de este puente. ¡Vamos, Felipe, a
"hacerles dedo"!
Los dos amigos se apresuraron —entonces—
rumbo a la entrada del puente y comenzaron a hacer señas con las luces de sus
linternas, a la par que indicaban la dirección hacia la que querían desplazarse.
La Kombi se les aproximaba cada
vez más, tan lenta e iluminada como cuando recién la habían divisado y ellos
volvieron a ponerse contentos: seguramente, pronto serían recogidos y podrían
llegar hasta Las Acacias en busca de auxilio para su averiado "Rayo".
Cuando el inmaculado vehículo se detuvo
sobre la banquina —a unos treinta metros del puente— Huber y Felipe corrieron
hacia allí, agitando sus cascos y dando gritos de bienvenida.
—Que no se crean que somos asaltantes
—comentaban—. Que se den cuenta de que necesitamos ayuda.
Y bien que los ocupantes de la Kombi
habían notado que los dos la necesitaban...
Ya los esperaban con una de las puertas
traseras abiertas, invitándolos a subir —sin palabras— y los amigos subieron,
casi sin fijarse en los singulares ocupantes de aquel rodado, apurados como
estaban por solucionar su problema.
Fue recién cuando el vehículo volvió a
ponerse en marcha —siempre con la cabina iluminada— que Felipe y Huber
sintieron que algo extraño ocurría allí adentro.
Estaban atravesando el puente.
Desde su ubicación en el asiento
posterior, ambos podían ver las cabezas y los hombros de las seis personas que
ocupaban los dos asientos de adelante y —también— del que oficiaba de chofer.
Los siete continuaban guardando el mismo
silencio con el que los habían recibido.
Huber codeó a Felipe.
—¿Viste? Están todos vestidos de blanco.
¿Por qué no hablan? —le susurró, empezando a inquietarse— ¡Qué gente rara!
Felipe fue más decidido:
—Señores —exclamó de pronto—, les
agradecemos mucho que nos hayan recogido. Como pudieron comprobar, nuestra
moto se descompuso en el puente. Queremos llegar hasta el próximo pueblo... No
sé si ustedes irán hasta allá pero...
Las seis cabezas —menos la del
conductor— giraron pausadamente hacia los dos amigos, hasta permitirles la
contemplación perfecta de la palidez de sus rostros.
Entonces, les sonrieron con los labios
pegados, no dijeron nada y —otra vez— volvieron a mirar hacia adelante.
—¡Señores! —casi gritó Felipe,
reclamando una respuesta—. Disculpen... pero... ¿ustedes viajan hacia Las
Acacias o no?
Fue la cabeza del conductor la que se
dio vuelta en esta oportunidad.
Contestó con un simple gesto de negación
que se tornó perturbador debido a su sonrisa desdentada y a su cara
descarnada, amarillenta. Para colmo, acomodó el espejito retrovisor de modo de
observar a los muchachos y que ellos pudieran —también— observarlo. Seguía
sonriendo.
—¿Dónde nos metimos, Felipe?— volvió a
codear Huber, casi al borde de las lágrimas—. Este tiene la piel como si fuera
una vela derretida... de las de velorio...
Ahora, los dos tenían miedo. Sin dudas,
aquel parecía un vehículo fantasmal y sus ocupantes, ánimas de excursión...
—Si no van para Las Acacias, déjennos
bajar aquí mismo, ¡por favor! —suplicó Felipe.
No obtuvieron ninguna respuesta.
Enseguida, los dos amigos intentaron
abrir las puertas que tenían más próximas.
Era obvio que preferían arrojarse
al camino antes de proseguir en la compañía de tan extraños "salvadores"...
Los siete pálidos ni se inmutaron
durante el tiempo que duraron los inútiles forcejeos y las quejas de Huber y
Felipe.
Ninguno de los siete —tampoco— les
replicó nada cuando —repentinamente— el chofer hizo un brusco viraje y retomó
el camino que habían dejado atrás, dirigiéndose por la ruta hasta pasar —de
nuevo— a través de el puente del Arroyo Lobuna. Sin embargo, para los dos
amigos era evidente que la Kombi marchaba rumbo al sitio del que había
provenido. —¿y qué sitio era aquel?
A esta altura, el pánico se había
apoderado de los muchachos y fue mayor —aún— cuando —finalmente— los siete
ocupantes de la Kombi les hablaron por primera y única vez.
Las voces, monótonas, monocordes y
vibrando al unísono desde aquellos labios casi pegados. Porque fue a coro como
les informaron.
—Salimos en su busca porque ustedes nos
llamaron. Y los trasladamos al lugar que nos pidieron, ya no es posible
arrepentirse. Pero no teman, nada más habrá de sucederles. Nada... Nada... Nada
más...
Estas palabras resonaban —todavía—en la
noche cuando la Kombi se desvió de la ruta, tomó por un camino lateral y
atravesó un antiquísimo portal de piedra.
Sobre el portal, un montón de letras
grabadas pero ilegibles, carcomidas por el paso de los años, anunciaban el
nombre del lugar.
Al día siguiente, los diarios publicaron
la siguiente noticia:
TRAGEDIA EN LA RUTA A LAS ACACIAS
Dos jóvenes muertos es el lamentable
saldo de un accidente ocurrido ayer a la noche sobre el puente del Arroyo
Lobuna.
Por causas que los peritos tratan de establecer, la moto en la que
viajaban ambos muchachos se despistó, atravesó la baranda de contención del
puente y se precipitó al arroyo que —en esta época del año— carece de agua.
Los cuerpos de los infortunados jóvenes —identificados como Felipe
Lozano y Huberto Pérez— serán entregados a sus familiares una vez que la
policía aclare el caso, que tuvo una inexplicable derivación, según trascendidos
recogidos en el lugar del hecho.
Aún se mantiene el secreto de sumario, pero fuentes confiables han
informado a la prensa que los cadáveres de los jóvenes aparecieron a un
kilómetro del lugar del accidente, dentro del vetusto cementerio abandonado
que se levanta en esa zona.
Trascendió —también— que se están realizando todas las diligencias
para determinar quiénes y por qué trasladaron los cuerpos hasta ese sitio.
Arriba del ropero del dormitorio de sus
padres. En el mismo sitio a donde había ido a parar una variedad de
objetos en desuso. Debajo de la sábana de polvo y pelusas que los cubría. Ahí
encontró Hilario Cuevas aquel cuadro, cuidadosamente empaquetado y lo único
rescatable del montón de cosas que su madre había ido colocando sobre el ropero
a lo largo de su matrimonio. (¿Quién —que tenga o haya tenido un ropero— no lo
usa o lo usó como una suerte de depósito de objetos que no se decide a tirar,
aunque intuye que jamás volverá a necesitarlos?)
Aquel cuadro era un óleo de
mediana proporción, enmarcado.
Sobre el ángulo inferior derecho de la
tela, la querida letra y la firma que el joven conocía bien: Irenita. Junto a
la firma, una fecha que indicaba que esa pintura había sido hecha por su madre
cincuenta años atrás, como las otras que decoraban una pared de la cocina y
que pertenecían a la época de la niñez de Irene, cuando fantaseaba con ser
artista plástica.
Nunca lo había visto antes. Por eso,
Hilario se conmovió doblemente y —durante un rato— permaneció sentado sobre la
cama de los padres, abrazado al cuadro y con la mirada perdida en sus
recuerdos.
La campanilla del teléfono lo volvió al
presente.
Ya habían cortado cuando atendió. Ahora
estaba en su cuarto y aún cargaba —amorosamente— el óleo cuando se le ocurrió
que esa pared desnuda frente a su propia cama era el lugar ideal para colgarlo.
—Así lo voy a contemplar todas las
noches... —pensaba, mientras que a golpe de martillo, colocaba un clavo en el
espacio elegido—. Es como si mamá hubiera querido hacerme un regalo postrero...
Pobrecita... ¡ya un mes que no está más...!
E Hilario dedicó la última hora de aquel
viernes a mirar el cuadro con enternecido detenimiento.
Su mamá había pintado una casa estilo
Tudor. Dos pisos con cuatro ventanas cada uno. Cortinas que impedían ver el
interior de las habitaciones, cálidamente iluminadas...
Al frente, un jardín florido y —medio
confundida entre las plantas— la silueta de un muchacho manejando una hoz.
¿El jardinero de aquella residencia, tal
vez?
Durante las semanas que siguieron al
encuentro de aquel cuadro, Hilario destinó sus momentos libres a contemplarlo.
Emocionado como estaba por ese hallazgo
inesperado, cada día le parecía más hermoso y no lograba explicarse por qué su
madre lo habría guardado, casi oculto se hubiera dicho.
Una noche —a punto de dormirse a la par
que escuchaba la radio y con la vista distraída en el óleo— Hilario creyó
observar que una de las cortinas del primer piso de la casa pintada se
descorría lentamente.
—El sueño me hace ver visiones... —pensó
de inmediato y apagó el velador, dispuesto a descansar.
—Todas las cortinas de esa casa están
corridas —se dijo, antes de caer profundamente dormido.
Y esa madrugada soñó con sus padres y se
sintió pequeño y mimado como cuando los dos vivían y le decían
"Lari".
Se despertó de buen humor.
Se estaba vistiendo para salir a hacer
su acostumbrada caminata de los sábados, cuando recordó el asunto de la
cortina del cuadro.
Se volvió hacia el óleo y sonreía por lo
que —en ese momento— consideraba una visión producto del cansancio nocturno,
pero vio que la cortina del primer piso de la casa pintada estaba —realmente—
descorrida.
Se inquietó.
Y más aún cuando una nena que aparentaba pedir auxilio se asomó a esa ventana y
le hizo señas desesperadas. Enseguida —y por detrás de la niña— una mujer —que
se le parecía notablemente— hizo lo mismo.
Hilario creyó que se estaba volviendo
loco.
—Esto me pasa por pasar tantas horas
mirando el cuadro de mamá —supuso—. Estoy sugestionado como una criatura y —muy
molesto consigo mismo— terminó de abrocharse las zapatillas y abandonó su
cuarto, sin volver a mirar el óleo.
Esa noche —ya de regreso a su casa—
decidió que dormiría en la sala. Se ubicó —entonces— en un sofá, prometiéndose
que no volvería a mirar el cuadro hasta la mañana siguiente.
Sin embargo, cerca de la madrugada se
despertó de repente. Transpirando —a pesar de la baja temperatura ambiente—y
con la necesidad impostergable de contemplar el óleo.
Se dirigió a su cuarto y así lo hizo.
¡Para qué! Ahora eran dos las cortinas descorridas. Tres de las ventanas del
primer piso de la casa pintada lo estaban y —detrás de ellas, la niña y la
mujer en una, un niño en la otra y un hombre en la restante—. Todos pedían
auxilio y le hacían señas desesperadas. En sus caras, el espanto. En la de
Hilario, también.
Temblando, descolgó —entonces— el cuadro
y lo colocó —bruscamente— sobre su cama, de pintura contra el acolchado, para
no ver esas imágenes que tanto lo estaban perturbando. ¿Cómo era posible?
En un impulso, se abrigó para salir a la
calle:
—Debo averiguar si esa casa que pintó
mamá existe o existió y a quién pertenece —pensaba—, y la primera idea que tuvo
al recorrer la cuadra de su domicilio fue la de encaminarse hacia el barrio
donde ella había pasado su infancia y su adolescencia y del que había partido
para casarse con su padre.
—Seguramente, esa pintura —como las
otras que hizo— fue inspirada en algún paisaje vecino...
Hilario estaba tan nervioso que las
aproximadamente ochenta cuadras que lo separaban de aquella zona las atravesó
casi sin darse cuenta.
El sol del domingo ya acariciaba los
árboles cuando llegó al barrio donde su mamá había sido "Irenita".
Recién después de haberlo recorrido sin parar, Hilario se halló —de pronto—
frente a la casa que la madre había pintado en el cuadro. Dos veces había
pasado a lo largo de ella y sin reconocerla.
Claro, cincuenta años no habían
transcurrido en vano: era la misma casa, pero lógicamente envejecida por la
acción del tiempo y bastante transformada a fuerza de refacciones. El jardín
delantero no existía ya, por ejemplo. Un desierto patio ocupaba el espacio que
antes había pertenecido a césped y plantas.
Sobre la verja de la entrada, un cartel
anunciaba: "Jardín de Infantes Tulipán".
Como tantas otras antiguas casonas, a
esa también la habían convertido en una escuela.
Muy excitado, Hilario pulsó el timbre
sobre el que se leía: "Portería".
Ya estaba por irse —después de tocar
varias y prolongadas veces— cuando una viejita salió desde una de las puertas
laterales de la residencia.
—Sí... ya va... Ya va... —decía,
mientras se le aproximaba a Hilario alisándose el pelo y acomodándose una
chaqueta que terminaba de ponerse.
—¿Qué desea, señor?
—Esteee... Buenos días... Disculpe la
molestia... pero...
—¿Qué pasa? A usted no lo tengo visto
por aquí. ¿En qué puedo serle útil?
Entonces, Hilario le contó una historia
que se le iba ocurriendo a medida que la desarrollaba.
No podía decirle la verdad. El caso es
que se las ingenió tan bien que la viejita le dio —exactamente— la información
que el muchacho ansiaba.
Entre otros detalles que no le
interesaban en absoluto supo —por ejemplo— que esa casa había pertenecido
—cincuenta años atrás— a una tal familia Dubatti... que sus cuatro integrantes
habían muerto asesinados... que nunca se había descubierto al criminal... que
la finca había permanecido cerrada durante mucho tiempo... y que ella era la
encargada desde el mes en que se había inaugurado el Jardín de Infantes, hacía
once años.
La viejita seguía hablando y hablando
cuando Hilario pensó que ya tenía datos suficientes como para empezar a
comprender el secreto que el cuadro encerraba.
Casi sin despedirse de la
anciana, llamó a un taxi y volvió a su casa, hecho un relámpago.
Corrió a su cuarto y tomó el cuadro. Lo
observó con atención.
El miedo le picoteó el corazón.
¡Las cortinas del primer piso de la casa
pintada continuaban descorridas pero ningún rostro desesperado volvió a
dibujarse detrás de ellas! Aunque lo más impresionante era que.... ¡la silueta
del jardinero había desaparecido del óleo!
Fuera de control, Hilario arrojó el
cuadro al aire.
Al estrellarse contra el suelo, el marco
quedó por un lado, el óleo por otro y el cartón que lo protegía por detrás fue
a parar abajo de su cama.
Cuando —dolorido por su actitud de haber
intentado romper una pintura de su madre—, Hilario se empezó a recomponer y a
recoger las partes dispersas del cuadro, encontró aquel papel doblado en
varios cuadraditos.
Era un papel de carta fino, tipo Biblia
y —sin dudas— había saltado del interior del cuadro cuando se había
descuajeringado debido al golpe contra el piso.
Con el corazón fruncido, el joven lo
desdobló. Era un mensaje manuscrito. La
letra infantil de su madre y esta confesión:
ME LLAMO IRENE DEL PINO Y TENGO DOCE
AÑOS. AYER MISMO —ANTES DE QUE LLEGARA LA POLICÍA— DESCUBRÍ —POR CASUALIDAD—
QUIÉN ES EL ASESINO DE LOS DUBATTI. PERO ÉL LO SABE Y ME AMENAZÓ DICIÉNDOME QUE
SI SE ME OCURRE CONTAR LO QUE VI, ME VA A MATAR.
ME DIJO TAMBIÉN:
—ESTÉS DONDE ESTÉS Y SEA CUANDO FUERE,
SI ALGUIEN SE ENTERA DE LO QUE PRESENCIASTE, YO ME LAS ARREGLARÉ PARA MATARTE
APENAS ME DELATES. Y CON LA MISMA ARMA CON QUE ASESINÉ A TU
AMIGA ANDREA Y AL RESTO DE SU FAMILIA: A SUS PADRES Y A SU HERMANO LORENZO,
POR SI DEBO RECORDÁRTELO. CON ESA MISMA ARMA QUE ME SORPRENDISTE LAVANDO, VOY
A ACARICIAR —ENTONCES— TU COGOTE.
YA TE ESTOY ODIANDO COMO A LOS DUBATTI,
ASÍ QUE NO LO OLVIDES Y BOCA CERRADA. ¿ENTENDISTE?
TENGO PÁNICO Y ESCRIBO PARA ALIVIARME UN
POCO DEL PESO DE ESTE SECRETO TERRORÍFICO. LE PIDO A DIOS QUE ME AYUDE A
CALLAR Y ESPERO QUE SE HAGA JUSTICIA ALGÚN DÍA.
EN EL CUADRO QUE ACABO DE PINTAR Y DENTRO
DE CUYO MARCO VOY A OCULTAR ESTE MENSAJE, APARECE EL ASESINO CON SU ARMA, EN LA
MISMA CASA EN LA QUE COMETIÓ SUS CRÍMENES. OJALÁ RECIBA SU MERECIDO CASTIGO.
IRENITA
Un grito arañó la garganta de Hilario:
—¡El jardinero! ¡El jardinero fue el
asesino de la familia Dubatti! En el mismo instante en que pronunciaba aquellas
palabras, recordó que ya no estaba en el óleo. ¿Dónde entonces?
Hilario se lanzó sobre el teléfono.
Comenzaban discar el número de la policía —por más que se le antojaba absurdo
todo lo que le estaba ocurriendo— cuando la sombra de una hoz —proyectada
sobre la pared que tenía al frente— lo paralizó.
¡El jardinero del cuadro!
Se dio vuelta con el tiempo justo como
para ver lo que mejor no: erguido a sus espaldas y barajando la hoz, un viejo.
Durante un instante, Hilario creyó que
estaba a salvo. ¡El jardinero del cuadro era un muchacho y no ese hombre de
barba y pelos blancos!
Durante el instante siguiente, Hilario
entendió que estaba perdido:
¡Ese hombre era el jardinero, con
cincuenta años más sobre su piel!
—¡Piedad —por favor— no me mate! —aulló
entonces.
El viejo seguía haciendo bailar su hoz
mientras le decía:
—Ja. Yo no cometo dos veces el mismo
error. Voy a degollarte como tendría que haberlo hecho con Irenita, tu estúpida
madre...
—¡Le ruego; déjeme vivir y juro
que no voy a delatarlo! ¡Mire, mire lo que hago con este mensaje de mi mamá! —e
Hilario rompió el papel de la confesión en mil pedacitos y —haciendo un bollito
con ellos— se los tragó.
El jardinero estaba a punto de
descargar su hoz contra el cuello de Hilario pero el rostro y el cuerpo del
muchacho le indicaron que no hacía falta: era evidente que acababa de sufrir un
ataque al corazón.
Pocos minutos después, expiraba.
—Indudablemente, este muchacho se
trastornó debido al fallecimiento de su madre... —opinó, días después, el jefe
de policía en una conferencia de prensa.
Y vean si no: la autopsia reveló que su
última cena fue... papel... Un loco manso, eso es todo... No, su habitación
estaba en perfecto orden. Un síncope.
¿El cuadro que encontramos junto a su
cadáver y todo roto? Ah, sí. Una pintura hecha por su mamá durante la
infancia... Nada de valor... Afectivo sí, por supuesto.
¿Qué representa? Una casa. Una
casa estilo Tudor. Dos pisos con cuatro ventanas cada uno. Cortinas que
impiden ver el interior de las habitaciones, cálidamente iluminadas... Al
frente, un jardín florido y —medio confundida entre las plantas— la silueta de
un muchacho manejando una hoz. ¿El jardinero de la residencia, tal vez? Pero ya
me están haciendo ir por las ramas: ¿Qué tiene que ver el óleo con la muerte,
señores periodistas?
Y aquel cuadro —pintado por inexpertas
manos infantiles y al que— por lo mismo —no se le otorgó ninguna importancia—,
fue a parar a uno de los tantos camiones que recolectan desperdicios,
junto con todos los demás que había hecho Irenita.
Había una vez —en una humilde
aldea nórdica— dos mujeres que asombraban a todos con sus delicadas tallas
sobre madera.
Una de las mujeres, viejita, muy
viejita. Se llamaba Gudelia y era una maravillosa artesana.
La otra, joven, muy jovencita.
Su nombre era Romilda, le decían "Romi" y era una excelente aprendiz
de Gudelia.
Todas las semanas, las dos iban hasta el
bosque más cercano en busca de ramas y pedazos de troncos para su trabajo. Pero
como el bosque más cercano quedaba del otro lado del río que limitaba el norte
de la aldea, debían cruzarlo en bote.
Cada domingo, Azariel —el botero— las
trasladaba de ida al bosque y de vuelta a la aldea, a cambio de una abundante
ración de pastel de papas que ellas mismas preparaban especialmente.
Un atardecer dominguero, mientras
Gudelia y Romi se encontraban atando el material que habían recolectado, se
desató —de improviso— una fuerte tormenta de nieve.
Las dos corrieron —entonces— cargando
los atados, en dirección a la orilla donde
—habitualmente— las esperaba el botero.
Azariel había construido allí una cabaña
y era común que las mujeres tuvieran que entrar para despertarlo, dormido como
se quedaba —aguardándolas— después de tomar unas cuantas copitas de ginebra.
Pero en esa oportunidad no lo
encontraron; tan tarde llegaron a la cabaña... La tormenta les había
dificultado la marcha por el bosque.
A pesar de la nieve que bajaba biombos y
de la correntada que agitaba las aguas, Romi pudo ver que el bote del señor
Azariel ya estaba amarrado del otro lado del río.
No les quedaba más remedio que buscar
refugio en la cabaña y confiar en que las condiciones del tiempo mejoraran
pronto.
Se cobijaron —entonces— dentro de la
cabaña.
El único cuarto del que constaba la
construcción estaba helado. No había ningún alimento, ni bebida, ni siquiera
un brasero con el que aliviar el intenso frío.
Apenas un camastro y una botella con
restos de ginebra.
Romi tuvo que insistir mucho para que la
viejita usara el camastro.
Bondadosa como era Gudelia y
tanto como quería a la niña, fue después de un rato de:
—Usted.
—No, usted.
—Insisto en que usted.
—Digo que usted.
—Usted.
que Romi consiguió convencerla de que
fuera ella quien se acostara en ese precario lecho.
Ya era noche total cuando la
viejita se durmió, encogida y temblando de frío.
Echada a su lado —sobre el suelo y
también temblando— Romi permanecía despierta en la oscuridad. Le asustaba el
silbido del viento y las uñas de la nieve, raspando la ventana y la puerta de
la cabaña.
Desde el río encrespado le llegaban
—para colmo— las inquietantes voces del agua.
La muchacha sentía que se estaba
congelando —tanto de frío como de miedo— pero —finalmente— el cansancio pudo
más y —también— se quedó dormida.
Pasada la medianoche y cuando la
tormenta continuaba azotando la cabaña, Romi se despertó, de repente.
Un leve roce —como de mano de nieve
sobre su frente— la había traído de vuelta del sueño.
Se inquietó: la puerta estaba
entreabierta —a pesar de que ellas la habían cerrado bien— y una misteriosa
luminosidad le permitía ver —claramente— el interior de la habitación.
Mejor no hubiera visto nada, porque lo
que vio la llenó de espanto: un increíblemente hermoso caballero (de belleza
masculina, aclaremos), apenas un poco mayor que ella, blanco desde los
cabellos a los pies y vestido íntegramente de blanco, se reclinaba sobre la
viejita Gudelia y le soplaba a la cara con furia. Su aliento podía verse con
nitidez. Era como una cinta de humo —también blanco— desenrollándose de su
boca.
Romi quiso gritar, pero ningún sonido
salió de su garganta. Sin embargo, fue como si hubiera gritado, porque el
caballero cesó con sus soplidos y levantó el blanco rostro hacia ella. Se le
acercó hasta casi tocarla y la miraba con sus blanquísimos ojos de alucinado
cuando le dijo:
—Vine para soplarte con mi aliento, lo
mismo que a la vieja. Pero eres tan dulce y tan niña que siento un poco de pena
por ti. Por eso, no voy a hacerte daño. Pero jamás olvides que no deberás
contarle a nadie lo que has visto esta noche, ni siquiera a tu padre. Recuérdalo
bien, Romi: Si alguna vez —dondequiera que te encuentres— se te ocurre
confiarle a alguien —quienquiera que sea— lo que hoy viste aquí, yo me voy a
enterar —de inmediato—, y —de inmediato— estaré a tu lado para que mueras en
ese preciso instante.
Romi seguía petrificada en el silencio
de su pánico.
El caballero blanco le dedicó —entonces—
una última y sostenida mirada blanca. Enseguida, abandonó la cabaña cerrando
la puerta tras de sí.
La tormenta pareció intensificarse
cuando el níveo visitante se perdió en las sombras.
A través de la ventana, Romi ya no
volvió a contemplar otra cosa que oscuridad. Desesperada, gritó —varias veces—
el nombre de Gudelia y tanteó hasta encontrarla. Le tocó la cara, las manos,
los pies: la piel de la viejita parecía de puro hielo. Estaba muerta la pobre.
Romi se abrazó —entonces— a su cuerpo
helado y lloró como sólo lo había hecho de muy niña, al perder a su madre.
La tormenta acabó al amanecer. Cuando
—poco después— Azariel —el botero— llegó de nuevo a su cabaña, encontró a Romi
sin sentido y aún abrazada al cadáver de Gudelia.
La jovencita necesitó varias semanas
para reponerse por completo. Su padre pensaba que la muerte de Gudelia —su
querida maestra— la había afectado demasiado.
Y sí, la había entristecido
profundamente, pero lo que él no sabía era que su hija también sentía el
corazón herido por la visión que había tenido en la cabaña y de la que no se
atrevía a hablar con nadie.
Silenciosa y solitaria, Romi volvió —al
tiempo— a su trabajo con la madera y —también— al bosque a buscar material,
como tantas veces lo había hecho con su inolvidable Gudelia.
Pasaron cinco años. Una tarde, Romi
volvía a su casa después de unas compras en el centro de la aldea. De pronto
—al doblar una esquina— tropezó con un muchacho que caminaba en la dirección
contraria. Durante algunos instantes, los dos se corrieron hacia la izquierda,
hacia la derecha, hacia la izquierda y nuevamente hacia la derecha, coincidiendo
en sus movimientos.
Así —tan sin proponérselo— ninguno
dejaba pasar al otro.
Este brevísimo episodio los divirtió y
ambos se pusieron a reír con ganas.
—Permítame presentarme, señorita. Ya que
parece que vamos a quedarnos eternamente en esta esquina: será mejor que
sepamos quiénes somos, ¿no? —le dijo entonces el joven, riéndose todavía—. Me
llamo Olao. ¿Y usted?
—Romi.
Recién entonces observó ella el rostro
del muchacho —de una asombrosa palidez lunar— y —de una rápida ojeada— su
apariencia.
No era de la aldea. Lo que sí era...
extraordinariamente atractivo, hermoso podría decirse, todo lo hermoso que un
hombre puede ser para los ojos de una mujer...
—Estoy de paso por aquí. Voy camino al
país vecino, donde me han dicho que necesitan brazos para las cosechas. Soy
huérfano de nacimiento —le contó más tarde, mientras la acompañaba hasta su
casa, de puro cortés—. Lamentablemente, no tengo hermanos, ni primos, ni tíos...
Ningún pariente.
Romi lo escuchaba fascinada. Era la
primera vez en su vida que un muchacho le llamaba la atención de ese modo.
—¿Me estaré enamorando? —pensaba— ¿Será
esto el amor?
Y cuando él la despidió en la puerta de
su casa y prometió quedarse un día más en la aldea para poder verla —otra vez—
a la mañana siguiente, Romi ya no tuvo dudas: sí, ella estaba enamorada de
Olao.
Pero tampoco tuvo dudas de que él
también se había enamorado.
Esa noche, le contó todo a su padre y
éste le dijo:
—Cuando ese joven venga mañana a
despedirse de ti, quiero conocerlo, Romi. Mira, hija, yo ya estoy viejo y no me
gustaría morirme sin verte casada. Sufro al pensar que puedas quedarte sola en
el mundo... Por eso, si ese tal Olao me parece honrado y trabajador, les daré
mi autorización para la boda y...
—Pero... Hay un problema... Ya
le conté que él no tiene empleo, padre.
—No me has dejado terminar la oración,
hija. Decía que les daré mi autorización para la boda... y trabajo a Olao, en
mi molino.
Diez años después de esta conversación,
Romi y Olao cumplieron diez felices años de matrimonio.
Cuando el padre de ella murió, sus
últimas palabras fueron de gran afecto para su hija y de sincera alabanza para
su yerno.
Todos en la aldea apreciaban a Olao y
adoraban a los siete hijitos que había tenido con Romi. Los siete eran
parecidísimos ya a ella, ya al abuelo... pero todos con esa sorprendente palidez
lunar que sólo habían heredado de su papá.
A pesar de estimarlo a Olao, los hombres
de la vecindad murmuraban —a veces entre cerveza y cerveza— que ese extranjero
debía de poseer el elixir de la juventud, porque —mientras ellos envejecían—
él se mantenía igualito al día en que había aparecido en la aldea, diez años
atrás.
Una noche, mientras los niños dormían y
Romi daba los últimos toques a una nueva talla a la luz de una lámpara; a la
luz de otra y en la misma cocina, Olao arreglaba la rotura de una bolsa.
La gruesa aguja iba y venía sobre el
cuero.
Al rato, Romi descansó un instante y
fijó su vista sobre el esposo. Un lejano recuerdo se le superpuso —de golpe—
sobre la imagen de Olao y —amorosamente— le dijo entonces:
—¿Sabes una cosa, querido?
Recién, al mirarte mientras estabas tan concentrado en tu trabajo de
compostura, con la luz de la lámpara haciéndote brillar el pelo y la barba, me
acordé de un suceso extraño y terrible...
Olao no abandonó su labor, pero se
notaba que la escuchaba atentamente.
Romi prosiguió con el relato:
—Yo tenía trece años... Una noche de
tormenta, conocí un joven tan atractivo, tan hermoso, tan pálido como tú...
Cuando te miré —recién— sentí que —en realidad— eres idéntico a aquel muchacho...
Sin dejar de coser la bolsa, Olao le
preguntó:
—¿Y dónde lo conociste, si puede
saberse?
Entonces Romi le contó la
espantosa historia vivida en aquella cabaña, del otro lado del río. Concluyó su
narración con estas palabras:
—Fue la única vez que vi a un joven tan
seductor como tú... Claro que nunca estaré segura de si fue una pesadilla... o
—si en verdad— estuvo conmigo un hombre de nieve... un caballero de muerte...
De todos modos, él sólo me produjo pavor... en tanto que tú... Te amo, Olao...
Te amo...
Como si le hubiera dado un súbito ataque
de locura, Olao saltó de su silla al escuchar el final de esta confesión,
arrojando la bolsa al aire.
Se abalanzó sobre Romi —que lo
contemplaba perpleja— y la empezó a sacudir de los hombros, a la par que le
gritaba con furia:
—¡Era yo! ¡Era yo, insensata! ¡Aquél
hombre de nieve era yo! ¡y te dije —entonces— que si alguna vez —dondequiera
que te encontraras— se te ocurría contarle a alguien —quienquiera que fuese—
lo que allí habías visto, yo me iba a enterar —de inmediato— y —de inmediato—
estaría a tu lado para que murieses!
La miraba con ojos de alucinado y de su
boca comenzaba a salir como una cinta de humo blanco —que congelaba el aire al
desenrollarse— cuando soltó a Romi —de golpe— y se echó hacia atrás.
Impresionantes temblores agitaban su
cuerpo y un viento helado invadió la cocina mientras seguía gritándole a su
esposa:
—¡No te mato ahora mismo porque tengo
piedad de los siete niños! ¡Pero escucha bien —insensata— cuida de ellos, cuida
de mis hijos con todas tus energías y jamás reveles su origen, porque si llego
a encontrar el mínimo motivo de queja te juro que volveré —de inmediato— para
arrancarte la vida, con el más gélido de mis soplos!
A medida que terminaba de
hablar, la voz de Olao se iba afinando, afinando hasta no ser sino un agudo
silbido del viento. Su cuerpo —desde la cabeza a los pies— se tornó blanco
primero, de nieve después, de hielo enseguida hasta que —finalmente— se
derritió por completo y no fue más que una extendida mancha sobre el piso, una
mancha que se evaporó, desapareciendo en una espiral de humo blanco que congeló
el aire a su alrededor.
Aterrorizada, Romi comprendió —entonces—
que se había enamorado del hombre de nieve, del blanco caballero helado... que
se había casado con él, con el irresistible Hermano Muerte.
Que no. Que a nadie le llamará
—particularmente— la atención. Que ni la directora, ni la vice, ni los maestros
de la prestigiosa escuela "INTER-EDUCA" van a advertir algo especial
en ese nuevo alumno que mañana ha de incorporarse a uno de los grados, a mitad
del ciclo primario.
Tampoco tendrán ningún motivo para
inquietarse, para observar a ese niño con dedicación preferencial.
En apariencia, Jarpo es una criatura
como todas. ¿Por qué habría de concitar —entonces— otro interés que no sea el
que despiertan los demás alumnos?
Además, ubicada como está la escuela en
la zona de embajadas, consulados y residencias de diplomáticos destacados en la
República de Burgala, es común que muchos niños ingresen a sus aulas en
cualquier etapa del período lectivo y —también— que lo abandonen antes de
concluirlo.
Se trata de hijos de personal
diplomático proveniente de todo el mundo y de estadía transitoria en Burgala.
Se trasladan con sus padres de uno a otro país, a donde aquéllos sean
destinados por sus respectivos gobiernos.
Al pequeño Jarpo lo inscriben como uno
más de ellos.
Jarpo llega a su nueva escuela en uno de
los buses que recorre la zona en busca de los alumnos. Durante el trayecto no
ha hablado con sus compañeros, salvo el "Buenos días" de rigor, al
subir al vehículo. Él no conoce a nadie —todavía— y es lógico que sienta
bastante timidez.
Sentadas en el primer asiento —del lado
opuesto al conductor— están Zelda y Nuria, amigas inseparables. Ambas han
sentido un cosquilleo de emoción no bien Jarpo subió al vehículo, pasando a su
lado, tan cerquita de ellas y mirándolas de reojo.
Zelda es la primera en reaccionar. Codea
a Nuria para susurrarle:
—¿Lo viste? Mmm... ¡Qué rico!
Nuria asiente y murmura:
—Sí... pero antipático,— apenas si
saludó.
Zelda saca un espejito. Lo coloca entre
medio de ambas y así —una vez cada una— pueden mirar hacia atrás sin ser
descubiertas.
Fingen arreglarse los moños, acomodarse
el flequillo, sacarse alguna inexistente pelusita del ojo... La cuestión es
usar el improvisado invento del espejo retrovisor y contemplar al nuevo compañero.
Jarpo se sentó en el último asiento, ése
en el que caben cinco o seis ocupantes y —durante la ida a la escuela— no hace
otra cosa que mirar distraídamente a través de las ventanillas.
Durante las primeras semanas que siguen
al día de su ingreso, Jarpo demuestra buen comportamiento y excelente
aplicación al estudio: pareciera que lo aprende todo sin esfuerzo.
—Este tiene una memoria de elefante o es
un verdadero "tragalibros", de esos que se pasan estudiando en la
casa —empiezan a comentar sus compañeros varones.
—Un repelente.
—Si fuera un "traga" no haría
otra cosa que repasar las lecciones en los recreos y en cada momento libre y
Jarpo no toca una carpeta ni siquiera en los minutos anteriores a los exámenes.
Es súper inteligente, eso es todo, y ustedes se mueren de envidia.
Zelda es quien defiende a Jarpo de las
habladurías.
Aunque el muchacho es muy serio,
callado, poco comunicativo, le atrae tal como el primer día en que lo vio.
Sin embargo, no puede explicarse
exactamente por qué, ya que Jarpo la trata con reserva, al igual que a los
demás.
De todos modos, Zelda está segura de que
a ella le demuestra un poquito más de simpatía. Eso puede apreciarlo en cierta
sonrisa —casi imperceptible— que le nace en los labios y en los ojos cuando la
ve o en que —a veces— lo sorprende mirándola como si ella fuera un paisaje
extraordinario.
Es recién después de dos meses de clases
compartidas cuando se produce un hecho que los acerca afectivamente.
Ha llegado la hora del almuerzo escolar.
El comedor de la escuela parece una bulliciosa pajarera.
Ya están concluyendo con el primer plato
cuando una de las celadoras se alarma:
—¿Dónde está Jarpo?
Enseguida —y en vista de que no aparece
por el comedor— dos compañeros salen a buscarlo: en el aula no está; en los
baños, tampoco; ni en el gimnasio, ni en el laboratorio, ni en el salón de
música, ni en la biblioteca...
Al rato, todos los compañeros del grado
van en su busca por el amplio establecimiento:
—¡Jaaarpooo! ¡Jaaarpooo!
Zelda también, muy preocupada.
—¡Jaaarpooo!
Corre hacia el parque de la escuela,
dirigiéndose rumbo a la arboleda que crece detrás de la pileta de natación.
Jarpo suele caminar por allí todos los días, cuando se va a jugar solo con un
pequeño aparatito electrónico —tipo "walkman"— que no le deja tocar a
nadie. Ni a Zelda.
¡Qué susto se lleva la nena cuando —al
fin— encuentra al muchacho acostado —boca arriba— sobre un banco, con los
brazos colgando a los lados y los ojos muy abiertos! Parece petrificado. No
pestañea siquiera.
—¡Jarpo! ¿Qué te pasa? —Zelda lo toca,
impresionada.
Él mueve apenas una mano, como queriendo
señalar algo.
—¿Qué, Jarpo?
De pronto, sobre las piedras del sendero
y a medio metro del banco, Zelda descubre lo que le parece una diminuta casete.
La toma.
—¿Es esto lo que me estás pidiendo?
Jarpo le dice que sí con un leve movimiento
de su cara, ahora inexpresiva como la de un muñeco.
—¿Qué te pasa?, ¡por favor!
Abre lentamente una mano y la acerca a
Zelda, que permanece a su lado, cada vez más asustada. Es evidente que Jarpo le
está indicando que le alcance esa casete.
Zelda intepreta sus señas, cumple con el
pedido y sale disparando hacia la enfermería de la escuela, mientras le dice a
su amigo:
—¡Enseguida vuelvo, Jarpo! ¡No vayas a
levantarte! ¡Voy a pedir ayuda! —y corre a través del parque con el corazón
batiéndole como pocas veces antes. —¡Auxilio!. ¡Jarpo se descompuso! ¡Ayuda;
pronto!
Cuando el equipo médico se apresta a
socorrer a Jarpo, la sorpresa: todos lo ven caminar hacia ellos lo más
campante, normalmente, como si nada le hubiera sucedido.
Después, no hay forma de que diga otra
cosa que:
—Estoy absolutamente bien. Me quedé
dormido, eso es todo. Zelda creyó que me había desvanecido. Estas chicas...
Más tarde —en un aparte del recreo—
Zelda le recrimina la mentira: —Enfermo,— muy descompuesto te encontré, Jarpo.
A mí no me vas a ensañar como a los demás, yo te vi... ¿Por qué no dijiste la
verdad?
Como si por un instante hubiera deseado
llorar, el muchacho se restriega los ojos. Enseguida, se recompone y le dice,
casi en un suspiro:
—Tengo un grave problema aquí, Zelda —y
se, señala la cabeza— No me permiten que se lo cuente a nadie porque muy pronto
ya no lo tendré... ¿para qué alarmar inútilmente? ¿Va a ser capaz de guardar
el secreto?
Zelda toma esa confesión, esa repentina
confianza en ella como una primera muestra importante del afecto de Jarpo y
le promete que sí.
A partir de esa tarde, la actitud del
muchacho se modifica. Claro que sólo con Zelda.
El caso es que se comporta con un poco
más de soltura, sonríe, le enseña palabras en otros idiomas, le regala dibujos
técnicos que Zelda no entiende pero que igual le encantan porque los hace él...
Ahora es frecuente verlos juntos
en los recreos, conversando a media voz, y pasándose mensajes durante las horas
de clase.
—¿Se puede saber de qué hablan?
¿No encuentran algo más interesante que perder el tiempo con tanto bla bla y
tanto papelito de banco a banco?
Nuria está celosa. Pero más porque
siente que Zelda la ha desplazado en su amistad —de alguna manera— que porque
Jarpo le gusta.
En realidad, le desagrada profundamente
y no pierde oportunidad de hacérselo saber a su amiga:
—Jarpo esté medio loco, Zelda. Ayer lo
pesqué mirando fijo sus propias manos y probando la articulación de cada dedo,
como si recién se los hubieran puesto, como si fueran nuevos, no sé si me
explico...
—Habla solo, nena; con ese aparatito del
que no se separa ni para ir al baño.
—La cabeza le zumba. Estoy segura de que
le zumba, Zeldita. Yo estaba justo detrás de él y oí como si tuviera un panal
de abejas en vez de cerebro.
—Es raro Jarpo, muy raro. Yo —en tu
lugar— ni la hora, querida.
Nuria trata de deteriorar —sin
éxito— la imagen del nuevo compañero. Pero Zelda no le hace caso.
Sólo una vez reacciona enojada
ante los comentarios de su amiguita. Es cuando Nuria le pregunta: —¿Tiene
dientes Jarpo? Como nunca sonríe.
O cuando dice:
—¿Quién se cree que es ése? ¿El rey del
universo? En las contadas ocasiones en que se digna a hablarnos, nos trata de
"usted" en vez de tutearnos. Se hace el importante.
Entonces sí que Zelda se enoja
con Nuria: —¡A mí también me habla de "usted", boba! ¡Jarpo domina
once idiomas —para que sepas— y es claro que le resulta más fácil usar el
"usted", así no tiene que memorizar tantos cambios en los verbos! ¡Y
sí que sonríe, pero si lo siente de verdad y no como algunas "sonreidoras
profesionales" que yo sé y que se tratan de ganar la simpatía de los
maestros con su hipócritas ji-jís!
Una tarde —mientras todo el grado al que
asisten Nuria, Zelda y Jarpo se halla en el gimnasio— a la maestra le asalta la
tentación de revisar el maletín escolar de Jarpo.
Le han llegado ciertos extraños rumores
infantiles acerca del niño nuevo, de las conversaciones secretas con Zelda y
del papelerío privado que va y viene entre los dos.
Aunque siente ligera vergüenza por este
acto de espionaje, piensa que todo es por el beneficio de sus alumnos y se
decide a hacerlo. Por las dudas.
¿Qué descubre en el maletín de Jarpo?
Cuadernos y útiles comunes, los libros
de texto reglamentarios. Sólo le llaman la atención tres diminutas especies de
casetes de poco más de dos centímetros por uno, guardadas en un estuche
trasparente y en uno de cuyos extremos puede verse una etiqueta con algunos
números y signos que no significan nada para ella.
También, un rollito de hojas de block.
Están prolijamente enrollados dentro eje un portapapeles. La maestra los estira
y ve algo así como distintos diseños de circuitos electrónicos.
En realidad, no entiende de qué se trata
pero tampoco le interesa averiguarlo.
Vuelve a guardar todo el material en el
maletín de Jarpo.
Se encamina —ahora— hacia el banco de
Zelda y toma su mochila.
La registra, del mismo modo que ha hecho
con la valija del muchacho. Ya está por volver a colocar todo en su sitio
cuando advierte un bulto debajo del forro de un libro. Palpa y nota que se
trata de un sobre. Lo saca cuidadosamente (no vaya a ser que —después— las
criaturas se den cuenta de que han sido registradas).
El sobre es una carta de Jarpo para
Zelda, con la recomendación de que no la lea hasta el mediodía siguiente.
Mala suerte, está cerrada con pegamento
e imposible abrirla sin romper las cintas adhesivas que la cruzan en todas
direcciones, como si allí se protegiera un gran secreto.
Vuelve a ubicarla donde estaba. Se
conforma —entonces— con observar una hoja donde se ve el diseño —en miniatura—
de un circuito similar a los que encontró en el maletín de Jarpo, aunque no
entiende qué significa. Sin embargo, éste está coloreado como un arco iris y
—al pie— lleva una dedicatoria: "Para Zelda, desde el corazón de
Jarpo".
"Cosas de criaturas..."
—piensa la maestra, aliviada, y: "Vaya qué romanticismo extravagante...
regalarse dibujos de cables y baterías... En fin, niños de hoy..."
Si se hubiera podido enterar del
contenido de la carta de Jarpo a Zelda, seguramente no pensaría lo mismo.
Aterrada estaría; aterrada. Y —mucho más—si hubiese sido testigo del episodio
que ha tenido lugar pocas horas antes, en la residencia de Jarpo, cuando el
muchacho la escribía en la soledad de su cuarto. Desde el cielorraso de la
habitación, un ojo electrónico registraba cada una de sus palabras sin que
Jarpo lo sospechara, claro.
Como tampoco sospechó que sus diez
paginitas destinadas a Zelda fueron sustituidas por otras diez —dentro del
mismo sobre— pocos minutos antes de que él partiera rumbo a "INTER-EDUCA".
Las palabras de Jarpo nunca llegarán a la
niña, aunque él lo ignora y —ya en la escuela— le entrega el sobre con la
recomendación de que no lo abra desde el mediodía siguiente. El ojo electrónico
de su embajada ha sido el único destinatario del manuscrito de Jarpo.
El ojo electrónico ha leído lo
siguiente:
* INFORME PARA
ZELDA, NATIVA DE LA REPÚBLICA DE BURGALA **********
* PÁGINA 1 *
* ZELDA:
LAMENTO EL DOLOR QUE VOY A CAUSARLE PERO NO PUEDO EVITARLO. SOY UN ROBOT.
MAÑANA —CUANDO USTED LEA ESTE INFORME— YO YA HABRÉ ESTALLADO, AL IGUAL QUE
OTROS ROBOTS MODELO XVZ-91 ESPECIALMENTE FABRICADOS EN EL PAÍS DEL QUE PROVENGO
—LA UNIÓN DE ESTADOS URBÍLICOS (U.D.E.U.), COMO USTED SABE— E INCLUIDOS EN LA
ETAPA EXPERIMENTAL DEL PROYECTO "GUERRA FINAL".
* LA
ETAPA EXPERIMENTAL COMPRENDE LA EXPLOSIÓN EN CADENA DE DOCENAS DE ROBOTS
SIMILARES A MÍ, EN DISTINTOS PUNTOS DE LA TIERRA Y A PARTIR DE LAS OCHO DE LA
MAÑANA.
EL PROPÓSITO
ES SEMBRAR EL PÁNICO Y LA INCERTIDUMBRE EN TODO EL MUNDO. LA INSEGURIDAD.
* LA UNIÓN DE
ESTADOS URBÍLICOS NO SE HARÁ RESPONSABLE DE LOS DESMANES SINO DENTRO DE UN
AÑO, CUANDO SUCESOS COMO ESTE —Y DE TODA ÍNDOLE— A CARGO DE ROBOTS, HAYAN
CUMPLIDO CON LAS DISTINTAS ETAPAS DEL PROYECTO, CUYO OBJETIVO ES LA GUERRA
FINAL Y LA DOMINACIÓN ABSOLUTA DEL PLANETA POR PARTE DE LOS URBILOS.
* PÁGINA 2 *
* LA U.D.E.U.
ES LA POTENCIA TECNOLÓGICAMENTE MÁS AVANZADA DEL MUNDO.
* CON
DISTINTAS ACCIONES —SIEMPRE A CARGO DE ROBOTS— DEMOSTRARÁ QUE NINGÚN PAÍS ESTÁ
EN CONDICIONES DE RESISTIRLA Y ASÍ —PRONTO— TODOS SE CONVERTIRÁN EN SUS
ESCLAVOS.
* HAN
FABRICADO EL MATERIAL BÉLICO MÁS SOFISTICADO Y AUN IMPENSABLE PARA CUALQUIER
CIENTÍFICO FUERA DE URBILIA ROBOTS COMO YO —POR EJEMPLO— A LOS QUE NO ES
POSIBLE DETECTARLES NINGUNA DIFERENCIA CON LOS SERES HUMANOS, COMO USTED MISMA
COMPROBÓ.
*
SOMOS COMPUTADORAS PERFECTAS —CREADAS A IMAGEN Y SEMEJANZA DEL HOMBRE— A FIN
DE PASAR TOTALMENTE INADVERTIDAS ENTRE LA GENTE.
* PÁGINA 3 *
* A MI ME
PROGRAMARON COMO ROBOT DESTRUCTOR —AL IGUAL QUE DOCENAS DE OTROS— PERO SOMOS
MILLONES —DE DISTINTOS MODELOS— APLICADOS —TAMBIÉN— A DISTINTOS OBJETIVOS.
SOMOS
MILLONES, CON APARIENCIAS DE BEBÉS, DE NIÑOS COMO YO, DE ADOLESCENTES, DE
JÓVENES, DE ADULTOS, DE ANCIANOS. SOMOS MILLONES, INFILTRADOS YA ENTRE LA
GENTE VERDADERA Y PREPARADOS PARA CUMPLIR CON MUY DIVERSOS ROLES. CON DECIRLE
QUE EXISTE UN FAMOSO PRESIDENTE QUE ES ROBOT, VARIOS IMPORTANTES MILITARES Y MINISTROS
DISEMINADOS POR LA U.D.E.U. EN LOS PUEBLOS DE LA TIERRA, SE DARÁ CUENTA USTED
DE LA EXCELENCIA DE NUESTRA FACTURA.
* PÁGINA 4 *
* UNA VEZ QUE
SUPERAMOS EL EXAMEN DE CALIDAD EN LA FABRICA DE ORIGEN —ALLÁ EN URBILIA— LA
ABANDONAMOS DIRIGIDOS POR CONTROL REMOTO Y ACCIONADOS POR UN CHIP DE SEGURIDAD QUE ALLÍ MISMO NOS
COLOCAN. POCO DESPUÉS, ESTAMOS LISTOS PARA AUTOCOMANDARNOS.
* A CADA UNO
SE NOS PROVEE DETERMINADA CANTIDAD DE DIMINUTOS CHIPS, PROGRAMADOS DE ACUERDO
CON LO QUE SE ESPERA DE CADA CUAL. ESTÁN ORDENADOS EN CLAVE PARA SU USO
SUCESIVO, DURANTE EL TIEMPO QUE DURE NUESTRA MISIÓN.
* PÁGINA 5 *
* EN LA ZONA
DE LA NUCA —OCULTA POR EL PELO— TENEMOS UNA PEQUEÑA APERTURA PARA INTRODUCIR
LOS CHIPS.
LA OPERACIÓN
ES SENCILLA Y AUTOMÁTICA (COMO LA DE LAS VIDEOCASETERAS QUE USTED CONOCE,
AUNQUE NUESTRA FUENTE DE ALIMENTACIÓN ES MUCHÍSIMO MÁS PEQUEÑA —OBVIAMENTE— Y
SILENCIOSA).
* ¿POR QUÉ LE
REVELO ESTE SECRETO? SOSPECHO QUE ALGO ESTÁ FALLANDO EN MI MECANISMO O —TAL
VEZ— ESTA POSIBILIDAD DE COMPORTAMIENTO TAMBIÉN ME HAYA SIDO PROGRAMADA,
ESTANDO —COMO SE ESTÁ— EN LA ETAPA EXPERIMENTAL DEL PROYECTO...
* PÁGINA 6 *
* ES PROBABLE
QUE INTENTEN EVALUAR LAS MODALIDADES Y LAS CONSECUENCIAS DE LA DELACIÓN... NO
SÉ... LO CIERTO ES QUE NECESITO CONTARLE TODO —ZELDA— YA QUE MAÑANA VOY A
TRATAR DE HUIR LEJOS DE LA ESCUELA CUANDO EMPIECE A SENTIR QUE ME LLEGA EL MOMENTO
DE EXPLOTAR.
* ME SORPRENDO
RESISTIÉNDOME A CUMPLIR CON LA MISIÓN QUE ME FUE ENCOMENDADA. VOY A INTENTARLO
—AL MENOS— AUNQUE PAREZCA RIDÍCULO E INÚTIL YA QUE YO NO PIENSO POR MÍ MISMO
SINO GRACIAS A ESAS PEQUEÑAS CASETES QUE USTED CONOCE Y QUE CREÍA QUE
PERTENECÍAN A UN INOFENSIVO JUEGUITO ELECTRÓNICO DE LOS QUE ACTUALMENTE HAY
TANTÍSIMOS, PORQUE IGNORABA LA INVENCIÓN DE LOS CHIPS.
* PÁGINA 7 *
* ¿RECUERDA EL
EPISODIO DEL PARQUE, ZELDA? FUE MI PRIMER CONATO DE REBELIÓN, PERO USTED VIO:
SIN MI CHIP INCORPORADO ME ESTABA CONVIRTIENDO EN UN MUÑECO INANIMADO, SI
PASABA SIN ÉL UNOS MINUTOS MÁS, HUBIESE QUEDADO ABSOLUTAMENTE INERTE. EN LA
ESCUELA —ENTONCES— HUBIESEN PENSADO QUE YO HABÍA SUFRIDO UN SÍNCOPE O ALGO
ASÍ, FULMINANTE. Y PRONTO HABRÍA SIDO DISPUESTO MI FUNERAL POR PARTE DE LOS
URBILOS, TAL COMO SE PROCEDE CON CUALQUIER PERSONA MUERTA.
TUVE QUE
CONTINUAR ACTIVO y PLANEAR OTRA
MANERA DE ELUDIR EL MANDATO DE LA U.D.E.U.
* PÁGINA 8 *
* NO TENGO
OTRA ALTERNATIVA QUE ESTALLAR, YA QUE EL ÚLTIMO CHIP —QUE ES EL QUE AHORA ME
ESTÁ PERMITIENDO ESCRIBIRLE— ES EL MISMO QUE ACCIONARÁ MAÑANA PARA QUE SE
PRODUZCA MI EXPLOSIÓN. Y A ESTE ÚLTIMO CHIP SE LO DISEÑÓ DE MODO TAL QUE YA ME
RESULTA IMPOSIBLE QUITÁRMELO.
* NO PUEDO
PROMETERLE OTRA COSA QUE MI INTENTO POR EVITAR LA CATÁSTROFE MAYOR.
* PÁGINA 9 *
* AHORA TIENE
USTED ESTE INFORME EN SU PODER. YA VERÁ QUÉ PUEDE HACERSE CON ÉL.
* OJALÁ TOMEN
EN CONSIDERACIÓN LAS PALABRAS DE UNA NIÑA... Y LAS DE ALGUIEN AL QUE
SUPUSIERON UN NIÑO...
*PÁGINA 10*
* ¿SABE,
ZELDA? EN ESTE ÚLTIMO CHIP QUE ESTOY USANDO ENCUENTRO —COMO EN ALGUNOS DE LOS
ANTERIORES QUE ME TOCÓ USAR DURANTE LAS SEMANA QUE COMPARTIMOS— CIERTOS
IMPULSOS PARA LA MANIFESTACIÓN DE SENSACIONES SEMEJANTES A LAS DE LOS HOMBRES.
EL SENTIRME
APEGADO A USTED —POR EJEMPLO—; EL EXPERIMENTAR ALGO EXTRAÑO y QUE PODRÍA DENOMINARSE
"ANGUSTIA" AL SABER QUE DEBEREMOS SEPARARNOS PARA SIEMPRE; EL TENER
LA NECESIDAD DE DECIRLE QUE NUNCA HUBIERA
INVENTADO UN ENGENDRO COMO yO, DE HABER TENIDO EL PRIVILEGIO DE LA VIDA,
DE HABER SIDO YO UN SER HUMANO COMO TODOS LOS QUE ME FUE DADO CONOCER EN ESTE
BREVÍSIMO PERÍODO DE MI EXISTENCIA ARTIFICIAL.
* SE ME ACABA
LA ENERGÍA DISPONIBLE PARA ESTA ESCRITURA. ADIÓS, ZELDA. ZELDA. ZELDA.
JARPO/MODELO XvZ—91
Esa jornada escolar concluye como tantas
otras.
La única diferencia es que —antes de
bajar del bus que lo regresa a su domicilio— Jarpo se da vuelta y busca la
mirada de Zelda. Ella le guiña un ojo. Con ese gesto quiere recordarle que sí,
que ya encontró su carta y que recién va a abrirla al mediodía siguiente, tal
como le solicitó. Jarpo se demora un poco en el estribo, sosteniendo la
mirada de su amiga hasta que la voz del conductor le indica que se baje de una
buena vez.
Desciende —entonces— y se queda parado
en la vereda de su residencia, con la vista clavada en la ventanilla desde
donde le sonríe la carita de Zelda, hasta que el transporte escolar parte.
Esa noche, Zelda resiste —a duras penas—
la tentación de abrir el sobre con el mensaje secreto. Lo coloca adentro de la
funda de su almohada.
Le cuesta dormirse, intrigada como está
por el contenido de esa carta
—¿Se habrá Jarpo decidido a decirme que
somos novios? Seguro que sí, que de eso se trata. ¡Qué emoción!
Finalmente, se queda dormida alrededor
de la una de la madrugada.
Cuando la mamá la despierta —para ir a
la escuela—no soporta más la curiosidad: abre el sobre antes de ir a tomar el
desayuno.
Desde la cocina, la madre la llama
varias veces:
—¡Se te hace tarde, nena! ¡La leche se
enfría! ¡Zelda, a desayunar! ¿Qué estás haciendo?, ¡Vas a perder el
micro!
De rodillas en su cama —desconcertada
tras haber abierto el sobre— Zelda mira —repetidamente— diez hojas de block
totalmente en blanco.
—¿Qué significa ésto? ¿Por qué?
Se traga las lásrimas y la desilusión y
se pone a escribir un mensaje para Jarpo, con párrafos de verdadero enojo. En
él le anticipa que no entiende nada y que si es una broma, menos, de tan mal
Susto o directamente cruel y "ya vas a explicarme todo, quieras o no. ¿Por
qué las hojas en blanco —Jarpo— después de que creaste tanto suspenso y me
hiciste pensar que..."
Más tarde, el bus pasa a buscarla, como
siempre.
Zelda avisa al chofer que está un poco
demorada, que su mamá la llevará esa mañana. Muy seria, le pide a Nuria que
—por favor— disimule su antipatía por Jarpo durante un ratito y le entregue
esa carta, no bien el muchacho suba al transporte. Nuria acepta con un gesto de
desagrado y otro de resignación, como si su amiga le hubiera encomendado
escalar una cordillera.
El conductor escucha a medias el diálogo
entre las chicas y —entonces— le comunica a Zelda, mientras controla la hora
en su reloj:
—Jarpo ya estará en la escuela. Hoy me
telefonearon de su embajada —bien temprano— para avisarme que no fuera a
recogerlo, que un empleado se iba a ocupar de trasladarlo personalmente. No;
no creo que haya pasado nada malo, nena. Lo más probable es que su padre haya
recibido orden de viajar a otro país o a la U.D.E.U. de regreso y —por ese
motivo— necesiten hablar con la dire...
Zelda entra a su casa como atontada,
tras escuchar las palabras del chofer y decidir que la carta se la dará ella
misma. ¿Irse? ¿Jarpo va a abandonar Burgala? Oh ¡no!
Vuelve a tragarse las lágrimas.
Entretanto, en la sala de la dirección
de la escuela "INTER-EDUCA" se desarrolla esta escena: La directora,
la vice y las tres secretarias —que suelen ocupar sus puestos media hora antes
de que empiecen a llegar los niños— están atareadas con la preparación de las
actividades del día.
Unos pocos alumnos juegan en el patio
central, a la espera de la iniciación de las clases.
Aparece Jarpo.
Serio, con movimientos rígidos, se
aproxima a las cinco mujeres y les dice —con inquietante convicción:
—Soy un robot. Soy un robot. Dentro de
unos instantes, voy a estallar. Mi cabeza es una bomba ¡Mi cabeza es una bomba,
una bomba! ¡No se me acerquen! ¡No traten de detenerme! ¡Lejos de mí!
Y antes de que las asombradísimas
señoras puedan atinar a sujetarlo —ya que creen que al pobrecito le ha dado un
súbito ataque de locura— Jarpo sale disparando hacia el parque.
Corre como impulsado por una energía sobrehumana.
Insólito.
Cuando Zelda y su mamá llegan a la
escuela, todos se encuentran ya en el parque. Personal docente y alumnos.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntan madre
e hijas.
Mediante altavoces, los psicólogos de la
institución tratan de dialogar con una criatura que se ha ocultado entre la
arboleda que crece detrás de la pileta de natación.
—¡Te rogamos —por décima vez— que
regreses aquí! ¡Por favor, danos una oportunidad de dialogar! ¡Nadie va a
hacerte daño!
Puede oírse —entonces— la voz de Jarpo
—desde lejos— quebrándose en un último grito al responder:
—¡Es inútil! ¡No se me acerquen! ¡Voy a
estallar... ahora!
Una poderosa explosión sacude el
edificio y cada corazón de los presentes.
Arrodillada en el pasto, abrazada a las
piernas de su mamá, Zelda llora con desesperación. Llora. No puede hacer otra
cosa que llorar.
Casi todos la imitan. Los grandes
también. Estupefactos. Profundamente conmovidos.
Cuando —instantes después— los bomberos
y la policía arriban a la escuela, sólo encuentran un extendido círculo de
césped chamuscado ahí donde estaba Jarpo.
Nadie se explica lo sucedido.
Ni siquiera
la embajada de la Unión de Estados Urbílicos, país al que Jarpo pertenecía.
Sus representantes —aparentemente
consternados— anuncian —más tarde— que se realizará una exhaustiva
investigación para descubrir a los responsables de tamaña tragedia:
—"¿Qué monstruo habrá sido capaz de
darle un explosivo a un niño? ¿y con qué móviles? La U.D.E.U., tomará severas
medidas, este hecho no quedará impune. Por comprensibles razones de seguridad,
los padres de Jarpo han regresado —de inmediato— a nuestro país. Agradecen
todas las muestras de solidaridad recibidas... Podrán imaginar su enorme
dolor...".
Entre la arboleda que crece detrás de la
piscina —escenario del hecho— y confundido en el pasto entre tantos otros
deshechos como tapitas de gaseosas, envoltorios de alfajores y chocolatines,
sobres de figuritas... hay un diminuto trozo de material plástico retorcido y
al que nadie va a ver. En él puede leerse:
MODELO XVZ-91.
AHORA LE TOCA EL TURNO A USTED, QUE
ACABA DE LEER ESTE RELATO.
¿QUÉ TURNO?
EL DE DEMOSTRARME QUIÉN ES REALMENTE:
¿UN SER HUMANO... O UN ROBOT...?
¿ME PERMITE REVISARLE LA NUCA?
(POR LAS DUDAS, YO YA ESTOY PIDIENDO:
¡SOCORRO!)
Esta última página es para que —juntos—
demos un profundo suspiro de alivio...
...para estrecharnos en un cálido abrazo
imaginario, después de tanto escalofrío compartido...
...y para avisar que el que lo desee
puede escribirme, a fin de hacerme asustar a mí, contándome sus propios
miedos... ¿Por qué no?
Pues entonces, quien sume ganas... y
valor, debe enviar su cartita a:
Elsa Bornemann
a/c REI
ARGENTINA
Valentín
Virasoro 1739
1414 — Buenos
Aires
...sin olvidar la anotación de sus datos
(nombre y apellido, domicilio, localidad, código postal, etc.) bien claritos,
al dorso del sobre.
HASTA LUEGO, HASTA SIEMPRE,
E. B.
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Recreación de
"MIMI-NASHI-HOICHI", leyenda japonesa.